Opinión
Ver día anteriorViernes 13 de enero de 2017Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Un fantasma terrorífico...
M

últiples adjetivos se han vertido en días recientes para intentar calificar el estado emocional y afectos que acontecimientos recientes han despertado. A las imágenes se han agregado palabras que intentan dar cuenta de lo experimentado en lo más íntimo de nuestro ser. Pero que el lenguaje no alcanza para dar cuenta de lo que discurre por lo síquico, siempre hay un plus que se escapa. Saturados los sentidos, aturdida la razón, rebasada la capacidad elaborativa, sólo queda la confusión y el desasosiego.

La ficción rebasa la realidad y el enemigo es del orden del fantasma de algo amenazante que no tiene rostro, una amenaza que no puede escuadrarse en el tiempo, ni en el espacio y, por tanto, nos confronta descarnadamente a una experiencia ominosa, siniestra.

Lo ominoso, lo siniestro, pertenence al orden de lo terrorífico, siendo aquello que suscita angustia y horror. Lo ominoso es aquella variedad de lo terrorífico que se remonta a lo consabido de antiguo, a lo familiar desde hace largo tiempo. Al preguntarse Freud cómo es posible que algo familiar se vuelva ominoso y en qué condiciones se presenta de esta forma, recurre al análisis de la palabra alemana unheimlich, que es lo opuesto de heimlich, que puede ser traducido como familiar, íntimo; luego entonces, lo unheimlich, lo ominoso, resulta algo terrorífico, justamente porque no es consabido.

Lo heimlich se torna unheilmich, pero como Freud nos advierte, el vocablo no es unívoco, por tanto está abierto a múltiples sentidos y que lo que allí aparece es el retorno de lo reprimido, de lo reprimido infantil. En este texto sobre Lo ominoso refiere el análisis que realizó de una de las Piezas Nocturnas, de Hoffman: El hombre de arena. En que hace valiosas aportaciones en cuanto al afecto del doble qué, en su origen, “fue una seguridad contra el sepultamiento del yo, una enérgica desmentida del poder de la muerte… el recurso a esta duplicación para defenderse del aniquilamiento… de un seguro de supervivencia, pasar a ser el ominoso anunciador de la muerte”.

La lectura de este texto de Freud ilustra a la perfección el juego macabro en el que parecemos suspendidos, como marionetas, en estos terribles momentos. Así como Nathaniel, el personaje de Hoffman, experimentó lo siniestro en la infancia al escuchar el relato del hombre de arena y el posterior encuentro con el óptico Coppola lo aterró, así nosotros creemos reconocer en la figura de Donald Trump los terroríficos fantasmas de la infancia, en las aterradoras imágenes y discursos que los medios de comunicación envían permanentemente.

Aquello antaño hospitalario se nos torna agreste e inhóspito, el amigo, enemigo; el civilizado en salvaje; la seguridad en miedo; la certidumbre en paranoia. Todo se torna un desdoblamiento especular de aquello íntimo, familiar y a la vez, siniestro que nos habita. Se confunden el adentro y el afuera, la fantasía con la realidad, y la razón se sale de sus goznes. Ante el enemigo sin rostro, ante la amenaza de lo fantasmático, aparecen, inevitablemente, las fantasías más arcaicas, la paranoia y las actuaciones. La angustia lo matiza todo, lo más irracional aflora y la capacidad para la reflexión nos abandona, creencia y delirio se traslapan con los graves riesgos que esto conlleva.

Parafraseando a Freud: el mundo se nos ha tornado unheimlich, se nos ha poblado de fantasmas. El fantasma Trump son muchos fantasmas.