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esde el 2 de enero de 2017 una imagen me acompaña en la mesa en la que trabajo. En blanco y negro, está impresa en papel bond. Es una foto de John Berger. Se ha ido, dicen que dijo ese día su hija para avisarnos a todos que había muerto. Parecería que con su partida estaba reviviendo una conversación del domingo 18 de octubre de 2009 en la que se expresaba que todos somos peregrinos en nuestra vida, transeúntes. Quizá por eso, en la cabañuela de febrero de este año, parecía que había abierto la puerta de su casa para una de sus tantas caminatas por el mundo. Esta vez salió a andar por el universo, al infinito.

En la foto John Berger está presente, está pensando, está mirando, está hablando. Porque para él las cuatro son una y la misma cosa. Siempre nos invita, cara a cara, a poner al día nuestra esperanza. Su mirada son dos pequeños círculos de fulgor que reproducen la luz del sol, la multiplican, la reflejan en haces infinitos para que no se apague nunca. Por eso es tan cálida. Por eso invita a acercarse tanto. Ese es, creo, el motivo de que esté en todas partes. Nos acompaña. Es parte del tejido de nuestra vida, parte de nuestra comunidad. Nos invita y nos lleva a recorrer todos los sentidos. Recuerdo lo que ya hace tiempo nos dijo Ramón Vera: A John Berger nada humano le es ajeno. Es verdad.

Cuando John Berger tenía apenas cinco años, en el país en cuyas montañas campesinas decidiría pasar sus días más plenos, el 4 de enero de 1931 Paul Valéry escribía sobre su nostalgia de una época casi religiosa ante a la belleza, en la que se veía en el arte el único camino, el único cultivo posible de los más altos sentimientos. El acto del artista y la emoción comunicada por las obras, parecían los únicos objetos indiscutibles del amor, del trabajo, del deseo, las únicas formas de redención; en suma, las únicas certezas que por fin nos otorgaban la fuerza de la fe sin exigir ninguna creencia. Es esa nostalgia la que John Berger hizo pasar por la palma de sus manos para acercarnos, con delicado tacto, a los sentimientos y a las obras de todos los hombres.

Con tiento, fue una especie de Tiresias para conducirnos por los pliegues del mundo en mil y una veredas. A través de su visión podemos entrar a los universos de las pequeñas resistencias cotidianas. Ya en 1960, mesurado, pesando las palabras nos dijo entonces John Berger, dibujar es descubrir. Eso era para él escribir, mirar, acompañar, conversar, escuchar: descubrir.

Quizá por esa manera tan suya de abrir los sentidos al mundo, mientras conversaba en Notre-Dame-du-Haute sobre la capilla de Ronchamp de Le Corbusier, ese mismo 18 de octubre de 2009, después de la misa del domingo que allí escuchó, le dijo a Sor Lucía Kuppens, a Sor Telchilde Hinckley y a John Christie que alrededor lo que domina son los árboles, lo que para mí es bastante importante porque las campanas están fuera de la capilla, entre los árboles, se mueven y suenan entre los árboles. Y en cierto sentido, la voz es la de esa campana entre los árboles, y hay como unos ecos, no sólo del sonido, sino también de esos árboles que se extienden alrededor, hasta el horizonte.

Sí, de nuevo, siempre en él la palabra es imagen, dibujo, nostalgia, memoria. Con la sencillez del trazo de su pensamiento también nos enseñó que con la mirada, la veo a través de sus ojos en esta foto en mi mesa, se mantiene vivo al sol. Ya nos lo dijo en 2006, en México, en el sello de esta casa editorial en Con la esperanza entre los dientes: La memoria de los muertos, existente en la infinitud, puede pensarse como una forma de la imaginación relativa a lo posible. Esta imaginación es cercana a (reside en) Dios, pero no sé como.

Sí, para mi, las palabras de John Berger son la más prístina aparición de la belleza. Me acompañan. Me cobijan. Quizá por eso las busco cada día. Cada vez que lo leo o lo recuerdo siento lo mismo, es como si estuviera, en libertad, lo más cerca posible (que pudiera estar) de Dios. Por eso lo invito a vivir en la mirada de mi memoria. Por eso está en mi mesa. Por eso lo miro.

Twitter: @cesar_moheno