Opinión
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El Estado bicéfalo
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principios de 2007, Felipe Calderón, el presidente que nunca convenció de que había ganado efectivamente los comicios del año anterior, emprendió una cruzada contra las organizaciones del crimen organizado. Las tropas del Ejército fueron enviadas a los más disímbolos rincones del país para combatir a los cárteles que proliferaban desde tiempo atrás. En la retórica de Los Pinos, la estrategia recibió el nombre de guerra contra el narcotráfico. Seis años después, los resultados eran desoladores. Decenas de miles de muertos, más de 25 mil desaparecidos, poblaciones y regiones enteras devastadas. Una guerra fallida en la mayor parte de sus frentes. Pero no sólo eso. En 2012, la intensidad que había cobrado la violencia no sólo no había disminuido, sino que se había acrecentado. La acción del Ejército devino una aporía, y trajo consigo las consecuencias políticas de una cruzada que se antojaba cada vez más a una guerra civil –o, mejor dicho, incivil: cancelación de las garantías individuales en vastas zonas del país; huida de poblaciones hacia las ciudades o, en su extremo, en dirección de la frontera norte; prácticas de guerra ejercidas sobre miles y miles de civiles. En suma: un estado de excepción que se prolongó a lo largo de todo el sexenio.

Pronto se revelaría que más que una guerra contra el narcotráfico, se trataba de un cúmulo de técnicas de gobierno destinadas a paralizar la politicidad de la sociedad, a intimidar a los intentos de resistir a los megaproyectos que despoblaban las condiciones de vida en el campo, a regular las fórmulas más crueles del flujo de migrantes hacia la frontera norte y, en particular, a desmovilizar a los contingentes sociales que habían hecho posible el movimiento electoral de 2006. Durante un sexenio entero, Calderón administró y condujo las acciones de las fuerzas armadas bajo la más visible carencia de legalidad. Ya existen varias demandas en la Corte Internacional de La Haya para que el ex presidente comparezca por los crímenes cometidos en esos desoladores años.

A partir de 2013, la estrategia emprendida por Peña Nieto fue, prácticamente, la réplica de la que siguió su antecesor. Con una extraña salvedad: le creyó a sus asesores convencidos de que erradicando el tema de la opinión pública, terminaba el problema. Como si la violencia, en tanto que pesadilla pública, se redujera a los dilemas de su representación. Una estrategia que, hoy sabemos, no perseguía en absoluto erradicarla y restaurar el régimen de derecho, sino en cierta manera transmigrar lo que quedaba sublimado bajo ella: normalizar el uso abierto de la violencia oficial para preservar el status quo de un régimen que ya había empezado a mostrar los indicios de su decadencia. El corolario de esta política, anunciado desde hace años aunque no necesariamente esperado por la opinión pública, fue el decreto de la Ley de Seguridad Interior, que el Senado acaba de ratificar hace algunos días.

En palabras de la misma ley, lo que el decreto se propone es formalizar lo que hasta aquí había transcurrido sin ningún amparo jurídico. No con el objeto de encontrar otras alternativas, sino de continuar por la misma senda mediante la cual ya han fallado dos administraciones. La conclusión no es arbitraria, se desprende de su mismo texto.

Como ya lo han señalado varios juristas, la ley de seguridad cancela, por lo menos, nueve garantías individuales (el habeas corpus, el derecho a un juicio justo, las leyes sobre transparencia, etcétera) y contradice varios artículos constitucionales. Un severo golpe al Estado de derecho y su mínima viabilidad. Pero sobre todo: no fija un límite temporal a la cancelación de derechos expresados en la Constitución. Ni siquiera contiene mecanismos para retornar al estado de normalidad. Lo singular es que su promulgación no proviene de una implosión de la gobernabilidad en general, como suele suceder frecuentemente en las situaciones en las que se expiden leyes de excepción, sino del Congreso mismo. Fue el Poder Legislativo el que propinó el golpe al Estado. Un fenómeno muy similar al parlamentarismo negro que prosperó en Europa a principios del siglo XX.

¿Cómo interpretar la situación actual? Por un lado, el país se prepara para celebrar elecciones en 2018, la prensa continúa su labor como si nada pasara, las cadenas televisivas funcionan como de costumbre. Por el otro, se ha formalizado un régimen de excepción que hace de la calle, los poblados y la vida cotidiana zonas de pacificación. Que amenaza los derechos elementales de protesta, manifestación y expresión. Como si el Estado deviniera una entidad bicéfala. La conclusión no es difícil. Se trata de una estrategia que pretende apuntalar el régimen de excepción como una técnica normal de gobierno. Todo ello en un momento en que el sistema apuesta a ganar unas elecciones después de haber perdido todo consenso que garantice la posibilidad de su triunfo.