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De la tierra al cielo: cinco arquitectos mexicanos
E

l espacio que habitamos se juzga por sus dimensiones: si es pequeño se llama ‘‘cuchitril”, si lo ocupa un religioso ‘‘celda”, si es lujoso ‘‘mansión”, si lo comparte una familia obrera ‘‘vivienda”, si es campestre ‘‘cabaña”, si es indígena ‘‘jacal”, si se levanta en la costa ‘‘palapa”, ‘‘choza”. Hablamos de ‘‘nido de amor” en contraste con ‘‘lupanar”, la ‘‘casa que arde de noche” como la llamó Ricardo Garibay o la ‘‘casa de citas” en la que unas gritan, otros lloran y nadie duerme.

Cinco grandes arquitectos mexicanos: Luis Barragán, Teodoro González de León, Diego Villaseñor, Andrés Casillas de Alba y Francisco Martín del Campo conforman el libro De la tierra al cielo y nos hablan de su vida y de su obra en ese trabajo editorial que publica el Grupo Planeta

Barragán creía en la autoprotección. ‘‘Toda arquitectura que no expresa serenidad, Elena, no cumple con su misión espiritual”; Teodoro González de León, discípulo de Le Corbusier, terminó su carrera en Francia en 1947. Andrés Casillas de Alba, el más aventurero de todos, viajó a Oriente y regresó con gran conocimiento del arte de Irán.

Luis Barragán decía: ‘‘A mí, esos vidrios que van del piso al techo me dan una sensación de angustia porque siento que voy a caer en el vacío, que voy a amanecer en la acera o que todo se va a romper de pronto y acabaré hecho pedazos en el abismo, una sensación de desamparo, de exposición a todos los vientos, a todas las inclemencias. ¿Cómo se recarga un mueble contra un vidrio? Ningún hombre se siente abrigado entre paredes de cristal. También las oficinas expuestas a la calle ayudan a la neurosis de los trabajadores porque a nadie le hace falta esa cantidad de luz, sobre todo en un país como el nuestro en que el sol llega incluso a herir la retina. El vidrio ha fracasado. ¿A quién le gusta ver las patas de los escritorios y de las sillas metálicas suspendidas en el vacío de los edificios públicos? El hombre necesita su guarida”.

El segundo arquitecto es el afamado Teodoro González de León, autor de El Colegio de México. No es casualidad que gran parte de su infancia transcurriera a muy pocos pasos del estudio de otro gran arquitecto, Juan O’Gorman, en San Ángel. Desde pequeño, Teodoro estaba destinado a la arquitectura, por eso, a sus 16 años, sus maestros Federico Mariscal, José Villagrán y Mario Pani supieron que tenían frente a ellos un alumno extraordinario. ‘‘La arquitectura crea espacios que conmueven y si uno tiene energía, los hace. Vivo para hacer arquitectura. Nunca tuve duda vocacional. También vivo para viajar, ir a El Colegio Nacional, oír música y ver pintura”.

Si Luis Barragán fue esencial para Diego Villaseñor también lo fue para Andrés Casillas de Alba, quien a los ocho años visitó la casa de Luis Barragán en Tacubaya. ‘‘Él y mamá eran amigos. Me llamó la atención el jardín que ocupaba toda la manzana, me detenía frente a las mazorcas moradas que colgaban de los muros, las fuentes y las flores. Después de recorrer cada rincón regresé a la terraza en la que me esperaban y supe que también yo quería ser arquitecto”. Como joven aprendiz, Andrés Casillas viajó a Asia.

‘‘Visitaba el Hejal de la sinagoga y recorría de extremo a extremo la plaza de Naqsh-e Yahán. Los domingos me pasaba el día en el palacio Ali Qapu o en la mezquita del jeque Lotf Allah, verdadera joya arquitectónica. Compré una cámara y le tomé miles de fotos a la cúpula de la mezquita del Imam.”

Al regresar a México, en 1970, Inés Amor comprometió a Casillas para construirle su casa al pintor Pedro Coronel. ‘‘Pedro me dio total libertad y me lancé a construir su casa-estudio. Invité a Luis Barragán a ver el proyecto. De pronto se plantó en un extremo del patio y me dijo: ‘Aquí hace falta que sobresalga algo’. Le propuse darle vuelta a la escalera de una forma poco convencional y con esa sola modificación el diseño cambió de manera extraordinaria”.

Los críticos comentan que Diego Villaseñor enseñó a los ricos a vivir como pobres porque se apropió de palapas, techos de palma, sillas de palo, hamacas de pescadores y anafres campesinos, todo lo que el México pobre ofrece bajo el cielo y a la orilla del mar.

Villaseñor es el propietario indiscutible de nuestras dos costas. ‘‘Aprendí de los pescadores y de los campesinos”. La gran arquitectura es la de la austeridad. En ella se concentran las fuerzas del universo. El viento y el sol, la lluvia y el fuego se vuelven piedra, madera, viga, adobe.

El quinto arquitecto y el más joven, Francisco Martín del Campo, discípulo de Mario Pani, maneja espacios diferentes y hace grandes desarrollos urbanos en los que siempre hay un elemento de sorpresa. ‘‘A pesar de que José Portilla Riba y yo éramos muy jóvenes, vimos que la escasez de suelos nos obligaba a irnos a las alturas. Detectamos las zonas en las que faltan oficinas y abordamos a los dueños de predios para construir edificios”. Martín del Campo sigue el consejo de Mies van der Rohe: ‘‘Menos es más”. ‘‘En cierta forma extraña, la arquitectura es una cosa inacabada porque el edificio adquiere una vida nueva”.

Quizá por su contacto con los materiales, quizá por su conocimiento de las proporciones, lo primero que toman en cuenta Barragán, González de León, Casillas, Villaseñor y Martín del Campo es al ser humano y lo disparan de la tierra al cielo.