Opinión
Ver día anteriorLunes 27 de julio de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Ceniza en los hombros
C

reo que no dijo su nombre, y si lo hizo, no me acuerdo. Yo lo sabía de por sí. Quién no. Su rostro era tan gris como su saco. Ceniciento. Si no triste, melancólico. Aún no siendo mi tipo de hombre, para nada, no lo pude ignorar y me le aproximé. Él me miró sin mirarme, como si yo fuera transparente, una chiquilla le debí parecer.

No hablaba con nadie. Desde una suerte de escondite tras una columna, miraba con lejano interés a la gente, que era mucha en aquel vestíbulo. ¿Conferencia? ¿Homenaje? ¿Presentación? ¿Inauguración? Yo había llegado ahí de casualidad, por acompañar a una amiga que en realidad iba a encontrarse con una amiga que era amiga de uno de los organizadores. Copa en mano, apoyado en la columna como si el peso de su cuerpo fuera considerable a esas horas de la noche, parecía aburrirse, o pensar en otra cosa. O esperar a que el alcohol le proporcionara alguna emoción.

Me presenté con mi nombre de pila y le extendí la mano. Sospecho no lo escuchó. Me miró la mano unos segundos antes de estrecharla con la suya, y como si el contacto me hubiera vuelto visible, se tardó algunos segundos en soltarla y volver a su levemente irritada indiferencia. Pero mostró interés. Quiero decir, bajo su gris velo, un brillo saltó de sus ojos, traicionando su presunta indolencia. Sus labios despertaron cierto color rojo que no le había yo visto. Sus manos se pusieron en movimiento. Depositó la copa en una mesa cercana, poblada de platos sucios, vasos vacíos y restos de canapés. Aunque justo arriba de su cabeza un letrero prohibía fumar, encendió un cigarro, y me ofreció otro. No fumo pero acepté.

Y para mi sorpresa, me prestó atención. No sé si es por algún complejo, pero estoy acostumbrada a que la gente no me pele. Y menos si es así medio imporante. Su edad, tan indefinida como su color, ciertamente no era la de un joven. Pero no cuadraba con mi idea de viejo, yo misma joven, pero ya no tanto. Sí, ya sé, las mujeres siempre nos sentimos menos jóvenes de lo que somos. Se supone. Pero en serio, entonces me veía más chica de lo que era, y mucho menos de lo que me sentía. En los bares siempre tenía que demostrar mi mayoría de edad.

No sabía bien quién era él, pero sabía quién era. Repetí su nombre y apellido en la conversación varias veces, como si me lo quisiera aprender. Y conste que no había bebido. Bueno, tantito. Me hizo preguntas que en otro momento hubiera sentido demasiado personales o abusivas, pero él las hacía con un interés de entomólogo, sicólogo, escritor, qué sé yo. Quiero decir, sin conocerme me sacó detalles. En medio de digresiones caóticas que él propiciaba, le conté de mi papá, esa estatua sorda, de qué estudié y lo poco que me importaba, de mi edad de iniciación sexual, mis experiencias con drogas y los entresijos de mi vocación, que yo misma no tenía claros. A veces. No sé.

Me hizo sentir interesante. Más que cualquiera de los presentes, que empezaron a concentrarse al pie de la escalinata rococó al fondo del vestíbulo. Hubieramos podido seguir por horas. Dijeron su nombre por el micrófono y vinieron a sacarlo de su madriguera una señora muy elegante y tres caballeros que le daban trato de maestro, y lo condujeron a un podio en el primer descanso de la escalinata. Aplausos. Él sonrío sin mucha espontaneidad, se sacudió la ceniza de los hombros y las manos, extrajo del saco una cuartillas arrugadas y pronunció un discurso de agradecimiento raro, inesperado, como si no agradeciera en realidad.

La audiencia fue benévola. Las señoras sonreían beatíficas, aunque por momentos el discurso las insultaba, creo. Aunque nadie entendió la mayor parte de sus palabras, las aplaudieron bastante. No dejaba de sorprenderme que el acto fuera por ese tipo ceniciento y triste, ajeno, casi mamón de tan modesto y sin atractivo alguno.

Terminado el teatrito se lo llevaron a cenar, según supe, a un restaurante de lujo en el Centro Histórico. Tenía la cara de un secuestrado cuando pasó a mi lado como quien va al matadero. Se moría de la güeva de la situación. Me sonrió. No le sonreía a nadie más. No exagero si digo que hubiera preferido seguir platicando conmigo. No es vanidad, son cosas que una siente.

Iba más ceniciento que al principio, como si le hubiera caído una nueva capa de ceniza. O no le importaba, o estaba acostumbrado a esa clase de amables, siempre amables y zalameros, contratiempos.

Sé que me hubiera invitado a la cena. Pero ya me había interrogado lo suficiente para saber que no hubiera aceptado. Yo no era quién para estar entre los ilustres homenajeadores y el homenajeado.

Otro día sería. Imaginé, sin fundamento, que me gustaría sacudirle la ceniza del saco, de las pestañas y el bigote. No sé él.