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El último suspiro del Conquistador / XXXIV

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uando El Negre le dio a escoger a uno de los resurrectos para que lo acompañara en su viaje de regreso, el almero Tomás seleccionó a un hombre de edad mediana, estatura baja y rasgos europeos. El anfitrión celebró la decisión con una carcajada a la que se unieron todos los presentes.

–Ahora pies en cabeza y cabeza en pies –comentó El Negre–: Garcí, español esclavo de Tomás, indio.

El español no pareció ofenderse con la observación. Por el contrario, se unió a las risas y saludó a su nuevo dueño con una caravana.

El primer cálculo de Tomás fue que su nueva compañía lo liberaría del molesto disfraz de mujer castellana que había debido usar, hasta entonces, para mantener en secreto su presencia en el sitio en el que su amo, Don Hernando Cortés, había muerto. A partir de ese momento, podía aparentar que era un indio sirviente de un peninsular igualmente anónimo, colono de la Nueva España, y efectuar el resto del retorno por la ruta habitual: la Villa Rica,  la Puebla de los Ángeles.

En los pocos días que pasó en La Española, Tomás había recibido mucho de El Negre y no quiso partir sin antes compartirle sus propias habilidades como captador de ánimas. Pidió que los resucitados abandonaran el bohío, se quedó sólo con el propietario y, como no había un agonizante a la mano para la lección práctica del oficio, y como no era el caso matar a nadie, se contentó con explicar la teoría. El africano escuchó atentamente la exposición del maya y, cuando comprendió las aplicaciones de aquel saber milenario, tenía los ojos llenos de lágrimas.

–Después, después –sollozó El Negre–. Año antes hablas y yo salva Sebastián Lemba.

* * *

Era una situación típica de casa chica, salvo por el hecho de que Juan Riestra y Rufino no tendrían descendencia. El empresario pasaba cuatro o cinco días de la semana con su familia principal –la esposa, los hijos–, y los restantes, viajaba con su novio, quien aparecía a los ojos de la sociedad como un ayudante del transportista. Una noche, Riestra pidió al muchacho que se vistiera de mujer. El resultado lo sorprendió, porque, al verlo con prendas femeninas, la masculinidad de su amante se disipó por completo.

–Ahora resulta –dijo, sorprendido de su propia situación– que tengo otra mujer.

–Pues de hoy en adelante, en estos viajes, seré tu mujer –respondió Rufino, disfrutando con la idea de experimentar una doble personalidad. Y durante un tiempo, vivió a caballo entre su condición biológica equívoca y su identidad adoptada. Las cosas habrían podido seguir así por tiempo indefinido, pero un día variaron de rumbo.

* * *

Tras interrumpir la comunicación con Andrés, Jacinta gimoteó hasta que le dolieron los músculos abdominales, se sobó la panza y volvió a su mensaje. En él, pidió al desconocido que le había escrito días antes que la ayudara a conseguir el uso de un cromatógrafo de gases y de un espectrómetro. Te quedaría eternamente agradecida, terminó y mandó el mensaje. Eran más de las tres de la tarde. Sintió hambre. Bajó a la cocina y se encontró a su mamá, Eduviges, sentada en una de las dos sillas de la mesita de servicio, respirando con dificultad y con la mirada clavada en el piso.

–¿Mamá?

–Eduviges no respondió y la hija se alarmó ante el silencio.

–¡Mamá! –gritó Jacinta y se abalanzó sobre la señora. Le tomó la cara con las manos, la miró y observó una asimetría en la cara de su madre: el lado izquierdo estaba átono, en tanto que el derecho presentaba una ligera contracción muscular que daba por resultado una cosa a medio camino entre la sonrisa y la mueca de molestia. La cabeza de Eduviges se movió al arbitrio de las manos de Jacinta, y ésta cayó en la cuenta de que la mujer no estaba del todo consciente.

–¡Ay, no! –dijo para sí–. Otra vez al hospital.

* * *

Sánchez Lora, Manrique y Pérez, integrantes del servicio forense, recibieron la orden de seguir a los vehículos policiales. En los primeros momentos del trayecto a Los Pinos todo fue confusión. El pequeño convoy –dos patrullas y una ambulancia del forense– pasó aullando por unas cuadras de la calle de Rayón y dio vuelta a la izquierda en paseo de la Reforma, rumbo a Chapultepec. En el camino, Sánchez Lora, sentado en el asiento de copiloto de la ambulancia, vio una proliferación de vehículos oficiales de todas clases: autobuses repletos de policías federales y locales, tanquetas del Ejército que desmentían la lentitud sugerida por sus blindajes, pick-ups musculosas de color azul oscuro, grises camiones de carga de la Armada, camiones de bomberos. Por el aire zumbaban varios pequeños helicópteros amarillos y otros, verdes, mucho más grandes y alargados. El aparato de intercomunicación de la unidad vomitaba gritos entremezclados e ininteligibles. Lo único que los forenses sabían era que frente a la puerta principal de la residencia presidencial habían sido abandonadas varias cabezas humanas y que debían acudir a ese sitio para el levantamiento de restos. Sánchez Lora apagó el transceptor y se resignó a escuchar las noticias en la radio. No le fue difícil encontrarlas.

–Está confirmado –dijo un locutor, con la voz perceptiblemente alterada y temblorosa–. Las cabezas encontradas esta mañana en la puerta principal de Los Pinos pertenecen a los integrantes del gabinete presidencial. El gabinete completo ha sido descabezado –agregó, acaso sin darse cuenta de la literalidad de su dicho.

–Puta madre –exclamó Sánchez Lora.

Volteó a ver a Pérez, que conducía, y apreció en su semblante pálido y sudoroso el impacto de la noticia. Luego giró la cabeza hacia el pequeño asiento trasero y lateral donde viajaba Manrique; le temblaban los labios. Alrededor de la ambulancia, decenas de vehículos marcados con logotipos oficiales seguían confluyendo hacia Paseo de la Reforma. La ancha avenida, en sus carriles centrales y laterales, se volvió un gigantesco estacionamiento en el que ululaban sirenas de todas clases y destellaban luces de emergencia azules, rojas y blancas.

–Se ha anunciado que, en unos momentos más, el Presidente dará un mensaje a la nación –se escuchó en la radio.

Minutos después, en efecto, inició una transmisión en cadena nacional. El Presidente habló con voz firme y serena al referirse a los trágicos sucesos de esta mañana; prometió que se identificaría y se castigaría con todo el peso de la ley a los culpables de las decapitaciones; dijo que su gobierno estaba sólido y cohesionado y que no se dejaría amedrentar; explicó que el abominable crimen era un indicio claro de la desesperación y la debilidad de los grupos criminales ante la firmeza con que estaban siendo perseguidos y ante los golpes contundentes que habían venido recibiendo por parte de las autoridades. Luego, exhortó a la población a la unidad y a la tranquilidad, y le pidió que no se dejara engañar por falsas percepciones. Sánchez Lora se echó a llorar.

(Continuará)