Opinión
Ver día anteriorDomingo 30 de mayo de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Mar de Historias

Las cuatro muchachas

E

l taxista me advirtió que debido a las obras que hay por todos los rumbos tendría que hacer rodeos, buscar atajos y hasta dejarme en algún punto cercano a mi destino. Las perspectivas eran las únicas posibles salidas del laberinto en que se convierte la ciudad cuando se descompone un semáforo, llueve, se va la luz, es quincena, dirigen el tránsito los policías, hay un fin de semana largo o desfilan manifestantes.

El tránsito excesivo y la violencia de los conductores hacían que el taxista se concentrara en ir manejando a la defensiva. Eso no le impidió retomar el hilo de una conversación que era más bien un monólogo acerca de la actualidad. Una de las cosas que lo preocupaban por el momento era la exhumación de nuestros héroes. El hecho de que fueran a sacar sus restos mortales de la Columna de la Independencia para llevarlos al Castillo de Chapultepec y luego al Palacio Nacional le parecía un despropósito y, más que eso, una falta de respeto.

Solicitó mi punto de vista. Antes de que pudiera dárselo adoptó una actitud más personal ante la perspectiva de la exhumación conmemorativa: “Mire: quise muchísimo a mis jefes. Los tengo enterrados en el panteón civil del pueblo. Aunque me duela reconocerlo, el cementerio está feo, pero no le hace: es camposanto. Si en este momento alguien me propusiera sacar a mis padres del sitio en donde han reposado tantos años para traerlos a un panteón elegante, me negaría rotundamente. A las personas que se mueren hay que dejarlas descansar y respetarles su sueño eterno. Todo el mundo tiene derecho a eso: héroes, villanos, famosos, desconocidos, ricos o pobres, como mis jefes.”

La voz se le quebró y me pidió disculpas: perdone, lo que sucede es que me gana el sentimiento cuando hablo de mis padres y pienso que no volveré a verlos. Lo oí golpearse el pecho como para sobreponerse a un ahogo momentáneo: ¿sabe cómo me compongo? Recordándolos.

II

“En vida mi padre llevó el nombre de Celso, como yo; mi mamá, la pobrecita, el de Zeferina. Todavía tengo en su pobre casa un arco de flores de papel muy bonito que les mandamos hacer cuando cumplieron sus bodas de plata. Les hicimos un pachangón al que asistieron todos los de la vecindad en donde vivíamos: desde los porteros hasta las muchachas.

Eran cuatro. Se hacían pasar por hermanas, pero ¡qué íbamos a creerles! Los hermanos se parecen, aunque sólo sea en un detallito. Mi carnal Juan, por ejemplo, es todo lo contrario de mí: alto, ponchado, güero; pero viéndonos de cerca se nos nota el aire de familia, sobre todo en la forma de la barbilla. Los dos la tenemos idéntica: así, medio salida, como mi papá, que en paz descanse.

Un trailero hizo una maniobra inesperada. El taxista dio un volantazo, maldijo y escupió a través de la ventanilla. Satisfecho por haber sorteado el peligro, recuperó el tono familiar y sereno: con el susto que me pegó ese cafre ya hasta se me olvidó lo que le estaba contando.

Refresqué su memoria con una referencia mágica: de las muchachas. “En el barrio todos sabíamos en qué trabajaban. Verlas salir a su chamba era un agasajo de puros malos pensamientos. Y es que, con perdón de usted, señito, se cargaban una carrocería ¡de lujo!”

El taxista movió el retrovisor para verme a los ojos: “pero no vaya a creer que las recuerdo sólo por eso. Lo hago porque también eran buenas gentes y muy generosas. A mi hermano Juan le daban su propina a cambio de que fuera a comprarles pan, cervezas, periódicos, revistas y muy en especial La familia Burrón. Creo que no se perdieron ni solo un número. Se sentaban a leerlos en un terraplén muy grande que había entre los dos patios de la vecindad. Se lo cuento y me parece oírlas carcajearse con los sueños de grandeza de Borola y los tragos amargos de Regino Burrón, el dueño de El rizo de oro.

“Cada dos, tres meses, las muchachas le regalaban a don Fermín –un viejito que vivía como arrimado en la accesoria de junto– un buen altero de revistas atrasadas, entre ellas La familia Burrón. Nos peleábamos por comprárselas, y más que el viejito nos las vendía a precio muy castigado: cinco centavos. Usted comprenderá que con eso todos resultábamos ganones: don Fermín porque se hacía de algún dinero para irla pasando y nosotros porque nos divertíamos como locos. Con decirle que nos bastaba leer el nombre de los personajes para echarnos a reír. Fíjese: Floro Tinoco, Eliseo Pitirijas, Doris Pancha, Briagoberto Memelas, Quisquirisquis, Lucía Ballenato…”

De pronto el taxista guardó silencio. Me resigné a que allí hubiera terminado su evocación, pero de repente el hombre soltó una carcajada: “¡qué bruto es uno! Hasta ahorita que le dije lo de las revistas atrasadas me di cuenta de una cosa: leer La familia Burrón significaba algo así como hojear un álbum de familia: los personajes eran parecidos a nosotros, también vivían en una vecindad y se pasaban todo el tiempo haciendo hasta lo imposible para salir adelante o pidiendo prestado y ocultándolo. Igualitos que doña Borola Tacuche de Burrón”.

III

Llegamos al punto en que la vía rápida se convirtió en un inmenso estacionamiento. En medio de un concierto de acelerones y claxonazos apenas logré escuchar el comentario del taxista: “ojalá que cuando saquen a pasear al Padre de la Patria y a todos los demás héroes no vaya a tocarles un relajo como éste, porque entonces sí van a saber lo que es amar a Dios en tierra de indios”.

A esas alturas la próxima exhumación celebratoria me tenía sin cuidado. Sólo me interesaba que el taxista continuara su relato. Para lograrlo volví a echar mano de la referencia mágica: ¿qué me decía de las muchachas? El tono del conductor se hizo grave: “seguido iba a visitarlas un tipo alto, ancho de hombros, siempre de lentes oscuros y con una cinturita casi tan angosta como la de sus primas. No recuerdo por quién nos enteramos de que el tipo las llamaba así y que ellas le decían Bombón.

“El cuate no tenía nada de dulce. Un domingo pateó nuestra puerta y nos amenazó con que iba a matar a mi hermano si él seguía pretendiendo a su prima Laila. Juan nunca nos aclaró si era cierto, pero creo que sí porque aceptó irse a La Tlaxpana, con mi tío Pancho y su mujer, Refugio. Era riquilla y se sentía la divina garza envuelta en huevo, igualita que la Cristeta de los Burrón. Lo único que le faltaba era vivir en París y tener de mascota un cocodrilo que se llamara Marcel, como el personaje de Vargas. ¿Supo que acaba de morir, verdad?”

Le dije que sí y que lo lamentaría siempre, aun cuando don Gabriel tuvo la fortuna de vivir más de 90 años. El taxista volvió a mirarme por el retrovisor: ¿lo conoció? Iba a decírselo, pero otra vez no me dio oportunidad de hablar: yo no, y me hubiera gustado mucho. Una vez lo vi entrando al museo de Carlos Monsiváis, El Estanquillo, pero no pude estacionarme. Me habría conformado con estrechar su mano, aunque mejor hubiera sido tener un momentito para felicitarlo por su capacidad de conocer al pueblo.

Escuchamos la sirena con que una patrulla exigía el derecho de paso y el taxista se enfiló hacia la lateral. Allí nuestro avance se hizo más lento y él tuvo tiempo de continuar su relato:

“Creo que nadie ha sido capaz de retratar lo que es la vida de vecindad como lo hizo don Gabriel. Y sé de lo que estoy hablando. Ya le dije que pasé muchos años viviendo en una que estaba por Azcapotzalco y era conocida como el 77. Puedo asegurarle que allí los velorios, los 15 años, los bodorrios y las trifulcas eran idénticos a los de la vecindad en donde vivían los Burrón y todos sus conocidos. Eran un chorro, lástima que no recuerde todos sus nombres. Pero no le hace: los tengo en la mente de la misma manera que a mis vecinos del 77, entre ellos a las cuatro muchachas”.