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Ver día anteriorMiércoles 23 de junio de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Gilberto Bosques
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Gilberto BosquesFoto Archivo
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ste miércoles 23 de junio se presentará la Cátedra del Exilio Gilberto Bosques en el número 25 de la calle Citlaltépetl, en la Casa Refugio Citlaltépetl que dirige con tanta excelencia Philippe Ollé-Laprune.

La Casa Refugio es la institución más idónea para rendir homenaje a un mexicano excepcional, un mexicano universal porque salvó la vida a miles de perseguidos políticos del régimen de Franco en España y del nazismo en Francia y otros países de Europa en 1939, cuando estalló la Segunda Guerra Mundial y la invasión nazi a Francia. Yo le debo la vida a Gilberto Bosques –dice Alfred Kantorowicz–; Sin él jamás salgo de Marsella, añade Herman Weitz, lo mismo Bruno Schwebel y muchos hombres y mujeres más para quienes hizo lo imposible. Darles un país y una nueva vida a miles de refugiados y encontrarles lugar en nuestro país es una hazaña que muchos españoles y judíos recuerdan con agradecimiento.

Gilberto Bosques es un modelo de ser humano y de diplomático. Fue él quien influyó en el general Lázaro Cárdenas, le habló de la situación de los perseguidos en la Francia de Vichy y lo convenció de que México podía y debía recibir a todos aquellos que se habían quedado sin casa y hasta sin país. Gilberto Bosques traspasó los nacionalismos para poner a México como un símbolo de solidaridad y cooperación internacional.

En 1939 vinieron a México 30 mil españoles. Gilberto Bosques, cónsul mexicano en la entonces legación no sólo los documentó para que se embarcaran en Marsella, en Le Havre, en Orín, en Casablanca, sino que los alojó en el sur de Francia en el Castillo de La Reynarde, en el cual vivieron 850 hombres y en Montgrand, donde quedaron más de 500 mujeres, entre ancianas, jóvenes y niñas.

Varios barcos habrían de atravesar continuamente el océano: el Sinaia y el Méxique, el De Grasse y el Ipanema, el Flandes, el Winnipeg, el Niassa y el Champlain que naufragó atacado por un torpedo y en el que perdieron la vida los refugiados que en él viajaban. El Vita es otro cantar que le valió canas verdes a Indalecio Prieto, responsable del tesoro.

Otros viajaron en el famoso Queen Mary que los llevó a Nueva York, pero no los dejaron desembarcar por comunistas y porque el gobierno estadunidense –a diferencia de la Brigada Lincoln– reconoció al gobierno de Franco.

Tuve el enorme privilegio de entrevistar a don Gilberto Bosques, acompañado por su hija Laurita, en su biblioteca de la calle de Tetelpan, repleta de recuerdos de los cargos diplomáticos que ejerció el embajador; fotografías dedicadas por todos los monarcas europeos. Don Gilberto saludaba a la vieja usanza, besando la mano de las mujeres. A los 91 años era un viejo muy guapo, erguido y lúcido.

–En Francia se encontraron refugiados de todas las nacionalidades a quienes nosotros, los del consulado mexicano, ayudábamos –informó don Gilberto Bosques con su voz fuerte–. Había dos clases de refugiados, los que necesitaban protección para quedar y los que necesitaban protección para salir de Francia, generalmente israelitas. La persecución y la propaganda anti-judía era muy enconada en Francia, la Gestapo nos tenía no sólo vigilados sino acusados. Había que ayudarles a algunos inclusive cambiándoles el rostro. Teníamos un gabinete de fotografía en el consulado, donde los retratábamos. Llegaban los refugiados con muchas precauciones y de noche, porque nosotros se los habíamos pedido. Del taller de fotografía estaba encargada una española, muy buena fotógrafa, con su equipo, sus reflectores y su inmenso deseo de ayudar. Ella era quien retocaba la fotografía, hacía un nuevo retrato, una nueva fisonomía y le ponía otro nombre. El consulado daba su visa de entrada en México con otro nombre, perfectamente identificado, con todo y señas de identidad como otra persona. Los que tenían que quedarse o de plano no querían salir porque estaban dispuestos a luchar por sus respectivos países, nos pedían esa protección y se las dimos. Inclusive a algunos les dimos refugio en el consulado cuando se vieron muy acosados, muy perseguidos por la policía, tanto la Gestapo alemana como la policía de Vichy y la policía japonesa.

–¿Japonesa, don Gilberto?

–Sí, japonesa. Nuestro edificio estaba bajo vigilancia: el consulado general ocupaba la planta baja y en el piso alto se encontraba el consulado japonés que nos vigilaba estrechamente y nos denunciaba un día sí y otro también. La policía española de Franco también andaba tras de nosotros. Buscaban a determinadas personas, sospechosos o culpables para ellos y no los dejaban tranquilos ni a sol ni a sombra; de acuerdo con la policía de Vichy, con quienes trabajaban, los aprehendían y deportaban.

Estas policías, la francesa, la española y la tremenda Gestapo hicieron una razzia, escogieron a un grupo selecto de alemanes judíos para deportarlos, poetas, políticos en contra de Hitler, pensadores, y los llevaron a una prisión a la que no entraba ni el cura. A las pocas horas, cuando supimos de la razzia por nuestros contactos llegamos a la conclusión de que lo único que había que hacer era impedir que los deportaran a Alemania. Sobre ellos caía el odio de los nazis. Eran hombres muy distinguidos. En Vichy, conseguí el apoyo de mis amigos del cuerpo diplomático, embajadores de otros países y en una forma indirecta, no oficial, visité al nuncio y conseguí su apoyo. No pudimos comunicarnos con los apresados, pero todo el cuerpo diplomático hizo presión sobre el gobierno de Vichy para que los deportaran. Ejercimos una presión continua, pues de lo que se trataba era de ser más inteligentes que los petainistas. Hay que ganar tiempo. Todavía no se los llevan. Hay que seguir protestando, decíamos. Afortunadamente, un yugoslavo muy distinguido y muy temerario organizó la fuga; junto con dos compañeros más se aventó encima del guardia y los otros pudieron correr. Se murieron cuatro o cinco intelectuales que no conozco, pero una guerrilla los protegió y los hizo entrar a una especie de fuerte, un fortín. La mayoría, sin embargo se salvó y esto molestó muchísimo a la Gestapo.

“Pasamos las noches en vela para embarcar a los refugiados de la guerra de España en Marsella. Eran tres barreras de selección y todavía la policía exploraba hasta el último rincón del barco –continúa Gilberto Bosques, cuyo consulado estuvo en Bayonne, en 1939–. Había un control civil, otro militar, otro policiaco, otro compuesto por la mezcla de policías alemana, francesa y de la España franquista y otro finalmente a bordo del barco. A algunos los regresaban y no les permitían viajar y esto se convertía en una verdadera tragedia. De nuevo los enviaban a un campo de concentración cerca de Marsella, el campo de Les Milles, al que llamaban el campo de salida. En muchas ocasiones ocurría que nosotros les dábamos el salvoconducto, comunicábamos a las autoridades que este señor había sido aceptado por el gobierno de México, que iba debidamente documentado, salía con sus pocos efectos del campo de concentración y lo devolvían, una cosa terrible, porque llegaba llorando o casi al consulado y volvíamos a documentarlo lo mejor posible para salvar todos los obstáculos.

“Nos ponían la cosa muy difícil, a los empleados nos trataban verdaderamente como a enemigos, sabían que estábamos totalmente del lado de los refugiados. Los papeles y documentos que entregábamos a cada uno eran perfectos, nuestro gabinete fotográfico notable, así es de que no había pretexto para que devolvieran al refugiado; lo hacían simplemente para fastidiar y sobre todo para infundirnos miedo. Era un momento en que había que estar en la dimensión de las cosas, y el miedo no sirve para eso, al contrario. Lo bueno en realidad es que gracias a nuestra insistencia (volvíamos a hacer los papeles desde el primero hasta el último) y nuestro trabajo diurno y nocturno se salvaron muchas vidas. Además, el ambiente era de guerra. Nuestro hotel era una prisión con guardias y un espionaje completo. Mientras íbamos al comedor revisaban los cuartos. Al regresar me encontraba con que ya no estaban las copias en papel carbón y en múltiples ocasiones tampoco los originales.

Tenía yo instrucciones muy precisas del general Cárdenas, quien iba a recibir a los refugiados con los brazos abiertos. En Francia, lo peor, a mi parecer, era la noche, porque Marsella era el punto de entrada de la aviación británica rumbo a Alemania. Nosotros contábamos con la protección de la alerta. Había tres alertas para avisar la presencia de los aviones: la preventiva, la segunda y la gran alerta cuando ya los aviones estaban encima de los techos del puerto y teníamos que bajar a los refugios. Muchas veces no bajé y en Alemania, en la noche era un espectáculo ver las luces de las formaciones de aviones cruzando el cielo, sus reflejos sobre el agua, los reflectores cruzándose en el espacio. Todos descendían al sótano, donde se encontraba la calefacción del edificio y al cual se llegaba por una escalerita volante y una estrecha puerta de fierro. Había que atravesar el jardín para pasar al refugio y tener un cuidado enorme porque funcionaba la artillería antiaérea y las calles estaban ya pobladas de soldados artilleros en plena función. Repito, el espectáculo era formidable. Volaba primero una escuadra pionera que iba a soltar las bengalas sobre Colonia, y señalar los puntos de bombardeo. En Alemania donde fuimos prisioneros después, toda la cantidad de luz de esos aviones sobre el río Rhin y después con los incendios de Colonia que oíamos a unos 20 kilómetros así como veíamos caer los aviones cuando los enfocaban los grandes reflectores, es algo que jamás se me ha olvidado. Una vez, un avión pasó rozando el techo del hotel y cayó a unos 600 metros.