Opinión
Ver día anteriorMartes 19 de octubre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Orozco en San Ildefonso
E

sta exposición, cuyo comentario inicié en mi anterior nota, para ser bien calibrada requiere tiempo prolongado de recorrido o más de una visita. Si el espectador desea adentrarse en las modalidades que propuso el artista y a la vez percatarse de la manera en que comprometió su quehacer con su verdad, es necesario detenerse en todo, incluidos los murales, tanto los que están in situ, como cotejar las fotografías que documentan los demás.

A partir de la iconografía personal y del extraodinario apartado de caricaturas, dibujos y acuarelas de las casas de lágrimas, la disposición obedece aproximadamente al orden cronológico que los murales y dibujos preparatorios instauran y en este contexto se insertan las obras que corresponden a los diferentes periodos.

Las que ilustran el conjunto México en la Revolución integran un rubro continuo que se prolonga en Jiquilpan. Orozco es crítico siempre. Por ejemplo, en La súplica (colección Isaac Gutman), cinco personajes postrados parecen implorar piedad a un zapatista visto de frente, embozado en su sarape. El rostro sólo se ve parcialmente.

Su versión de Zapata (presente en más de un dibujo) sí revela mayor empatía que la que corresponde a Francisco Villa, pero eso no quiere decir que aleje de sí lo que pudo contemplar en Orizaba, cuando se alió al Dr. Atl como caricaturista de La Vanguardia y más tarde en la ciudad de México.

En una litografía titulada Pueblo mexicano parece preludiar las síntesis arquitectónicas de su coterráneo Luis Barragán, y en otras escenas relacionadas con esta temática, enaltece la belleza de la arquitectura rural con todo y su precariedad constantemente incompleta, como ocurre en Casa de piedra, o bien la deconstruye en su representación de una explosión, valiéndose de modalidad poscubista.

Si se examinan éstas y otras representaciones y se comparan con el panel-mural al fresco Destrucción del viejo orden, en el patio grande, se percibe que aquí los elementos del orden, matizados de art decó, están utilizados como formas arquitectónicas simbólicas y lo mismo sucede en otras composiciones sobre papel, muchas de las cuales pertenecen a la colección del museo Carrillo Gil, pero las hay también que provienen de colecciones y museos del extranjero. Al verlas no puede menos que recordarse su influjo en la fotografía, el cine y la paisajística mexicana posterior.

El recién republicado libro J.C. Orozco: cuadernos (Planeta), con selección, prólogo y notas de Raquel Tibol, es ejemplo de su preocupaciones sobre densidad, tensiones, articulaciones, puntos de apoyo, etcétera.

Orozco sacrificó todo al dibujo, a la pintura y a su integración, era un obseso de lo que él mismo denominó revelación plástica e igual de su integración a la obra pública.

El conjunto de pinturas de caballete, con obras realizadas entre 1940 y 1944, retoma las escenas de Las casas del llanto, pero bajo otra tónica, que pretende igualmente simbolizar una condición sociológica y política mediante personajes de prostitutas, soldados, riñas y escenas de cabaret. Hay crueldad –no exenta de cierta ternura– depositada en el manejo de materiales y factura en escenas como Violación (Museo de Bellas Artes de Filadelfia).

A la derecha del cuadro, Orozco incluyó el kepis del militar violador, su pistola, un báculo y el sombrerito de la mujer, arrojados al suelo del cuartucho donde se perpetra el hecho, cosa que acentúa lo que la representación depara.

En dos cuadros al óleo, de 1944, titulados Nación pequeña, la personificación de ésta, es mediante figuras femeninas acosadas por agresores y símbolos de poder. En ese tiempo recién había terminado los frescos del Apocalipsis en el Hospital de Jesús, pero hay que tomar en cuenta que se vive entonces una etapa definitiva de la Segunda Guerra Mundial.

Ambas composiciones son pródigas en elementos alusivos a imperialismo, monarquía, totalitarismo y complicidad eclesiástica, pero es imposible de allí extraer datos acerca del sentir de Orozco ante las potencias del eje o los aliados. El mensaje es radicalmente antibélico, antibarbárico y escéptico. Hay entrecruces de serrotes y hacha o de espadas en ambos, pero no signos emblemáticos, como sí ocurre en el fresco de El circo contemporáneo de Guadalajara, de tono antifascista.

De no recordar que 1944 es el año del Día D en las costas de Normandía, de las batallas de Anzio, acosada por todos los frentes, de la destrucción de la abadía de Montecassino y de los bombardeos en Londres, Burdeos, Berlín, Frankfurt, etcétera, en los que murieron millares de civiles, uno estaría tentado a tomar estas escenas como ejemplos sádicos en los que la mujer es víctima de la opresión, pero la iconografía se carga de otro tipo de simbolismos que también concurren en el Dive Bomber (1940) del Museo de Arte Moderno de Nueva York. Cada espectador sacará sus conclusiones.