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Periódico La Jornada
Lunes 3 de octubre de 2011, p. 9

3

Tengo

Todas las bestias iban vestidas

Por las tardes, Tengo acudía a la habitación de su padre, en la clínica; se sentaba al lado de la cama, abría el libro que llevaba consigo y leía en voz alta. Una vez leídas apenas cinco páginas, hacía una pausa y leía otras cinco. Simplemente, le leía lo que él mismo estaba leyendo en ese momento, fueran novelas, biografías o libros sobre ciencias naturales. Lo importante era el hecho de leerle, no lo que le leyera.

Ignoraba si su padre le escuchaba. Mirándole a la cara, no percibía ningún tipo de reacción. El anciano, enjuto y desaliñado, dormía con los ojos cerrados. No se movía, y ni siquiera se le oía respirar. Respiraba, por supuesto, pero era imposible comprobarlo, a menos que uno pegara el oído a su boca o le acercara un espejo para ver si se empañaba. La infusión intravenosa entraba en su cuerpo y el catéter evacuaba su escasa orina. Ese flujo pausado y silencioso era el único indicio de que seguía con vida. De vez en cuando, una enfermera lo afeitaba con una maquinilla eléctrica y le cortaba los pelitos blancos que sobresalían de la nariz y las orejas con unas pequeñas tijeras de puntas romas. También le arreglaba las cejas. El pelo, a pesar de que él estaba en coma, seguía creciéndole. Contemplando a su padre, Tengo había dejado de saber cuál era la diferencia entre la vida y la muerte. ¿Existía realmente una diferencia? ¿No sería, simplemente, que creemos en ella por pura conveniencia?

A las tres, el médico se pasaba por la habitación y le comentaba el estado del enfermo. Sus explicaciones eran breves, y, más o menos, le decía siempre lo mismo: no se apreciaban progresos. Su padre seguía dormido. El tiempo que le quedaba de vida se acortaba paulatinamente. En otras palabras, se acercaba a la muerte con pasos lentos pero firmes. En ese momento no había ningún tratamiento al que aferrarse. Sólo podían dejarle dormir en paz. Eso era lo único que el médico le podía decir.

Al atardecer, acudían dos enfermeros para llevarse a su padre a la sala de análisis. No siempre eran los mismos, pero todos eran igual de callados. No decían ni una palabra, tal vez debido a las grandes mascarillas que llevaban puestas. Uno de ellos parecía extranjero. Era bajo y moreno, y siempre sonreía a Tengo a través de la mascarilla. Sabía que le estaba sonriendo por la expresión de sus ojos. Tengo le devolvía la sonrisa.

Al cabo de media hora, o, a veces, de una hora, el padre regresaba a su habitación. Tengo no sabía qué clase de análisis le realizaban. Cuando se lo llevaban, él bajaba al comedor, se tomaba un té verde templado para matar el tiempo y, a los quince minutos, regresaba a la habitación. Lo hacía con la esperanza de que en aquella cama vacía volviera a aparecer la crisálida de aire y, en su interior, se hallara acostada Aomame, Aomame a los diez años. Pero nunca ocurría. En la habitación en penumbra sólo quedaba el olor a enfermo y el hueco que el cuerpo de su padre había dejado en la cama.

Tengo observaba el paisaje de pie junto a la ventana. Al otro lado del césped se alzaba, envuelto en sombras, el pinar de protección contra el viento, por el que le llegaba el rumor de las olas. Era el oleaje agitado del Pacífico. Resonaba profundo y oscuro, como si numerosos espíritus se congregaran y cada uno de ellos contara en susurros su historia. Y parecían desear que se les unieran otros muchos espíritus. Deseaban muchas más historias que poder contar.

*

Antes de eso, en octubre, Tengo sólo había visitado dos veces la clínica de Chikura; lo había hecho en sus jornadas de descanso, y regresaba el mismo día. Cogía el expreso muy temprano por la mañana, iba a la clínica, se sentaba junto a la cama de su padre y a veces le hablaba. Sin embargo, no obtenía ninguna respuesta. Su padre dormía profundamente, mirando al techo. Tengo pasaba la mayor parte del tiempo observando el paisaje al otro lado de la ventana. Cuando comenzaba a anochecer, esperaba a que algo sucediera. Pero nada sucedía. Sólo se ponía el sol en silencio y la penumbra envolvía la habitación. Al cabo de un rato, resignado, se levantaba y regresaba a Tokio en el último expreso.

Tal vez deba tener más paciencia y dedicarle más tiempo, pensó en un momento determinado. Quizá no baste con visitas de un día. Quizá requiera un compromiso más profundo. Así lo sentía, aunque esa idea careciera de fundamento.

Mediado el mes de noviembre, decidió tomarse unas vacaciones. En la academia explicó que su padre se encontraba en estado crítico y debía ocuparse de él. En sí, no era una mentira. Pidió a un antiguo compañero de la universidad que lo sustituyese. Era una de las pocas personas que de algún modo estaba unida a Tengo a través de un fino hilo de amistad. Desde que habían terminado la carrera, sólo se veían una o dos veces al año, pero se mantenían en contacto. Su amigo tenía una mente prodigiosa y, cuando estudiaban, se había ganado la fama de extravagante en el departamento de matemáticas, donde, por otro lado, abundaban los excéntricos. No obstante, al terminar la carrera no buscó empleo ni se dedicó a la investigación, sino que, cuando le apetecía, enseñaba matemáticas en una academia para estudiantes de secundaria que un conocido suyo dirigía, y el resto del tiempo lo dedicaba a leer un poco de todo, a pescar en las montañas y vivir a su aire. Tengo se había enterado de que su colega era muy competente como profesor. Pero, simplemente, se había hartado de ser competente. Provenía, además, de una familia rica y no necesitaba deslomarse trabajando. Ya en otra ocasión lo había sustituido y había causado buena impresión entre los alumnos de entonces. Cuando Tengo lo llamó y le puso al corriente de la situación, aceptó de inmediato.

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Imagen de Haruki Murakami, también autor de la novela Tokio BluesFoto cortesía de Tusquets
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El escritor nació en Kioto, Japón, en 1949Foto cortesía de Tusquets

También tenía que resolver el problema de qué hacer con respecto a Fukaeri, con la que convivía. Dudaba de si sería apropiado dejar a aquella chica que pertenecía a otro mundo en el piso durante mucho tiempo. Para colmo, ella estaba ocultándose, quería evitar que la vieran. Así que probó a preguntárselo directamente.

–Si me fuera, ¿preferirías quedarte aquí sola o irte a algún otro lugar durante un tiempo?

–Adónde vas –preguntó Fukaeri con mirada seria.

–Al pueblo de los gatos. Mi padre no ha recuperado la conciencia. Lleva un tiempo profundamente dormido. Me han dicho que quizá no le queden muchos días de vida.

Le ocultó que la crisálida de aire había aparecido un atardecer sobre la cama de la habitación en la clínica. Que dentro dormía una Aomame niña. Que esa crisálida de aire era igual, hasta en el menor detalle, a la que se describía en la novela. Y que, en lo más profundo de su ser, albergaba la esperanza de que la crisálida volviera a aparecer ante él.

Fukaeri entornó los ojos, selló sus labios y se quedó mirándolo a la cara, como si intentara leer allí un mensaje escrito en letra menuda. Casi inconscientemente, Tengo se llevó las manos a la cara, pero no notó que hubiera nada escrito.

–Vale –dijo Fukaeri al cabo de un rato, y asintió varias veces con la cabeza–. Ahora mismo no corro peligro.

–Ahora mismo no corres peligro –repitió Tengo.

–No te preocupes por mí –insistió ella.

–Te llamaré todos los días.

–No vayas a quedarte atrapado en el pueblo de los gatos.

–Tendré cuidado –dijo él.

Fue al supermercado y compró la suficiente comida para que Fukaeri no tuviera que salir de casa en su ausencia. Todo cosas fáciles de preparar. Tengo sabía perfectamente que a la chica no le gustaba cocinar, y que tampoco se le daba bien. Quería evitar que, un par de semanas más tarde, al regresar a casa, los alimentos frescos de la nevera se hubieran convertido en una masa putrefacta.

Metió ropa y artículos de aseo en un bolso bandolera de lona. Después, unos cuantos libros, folios y material para escribir. Como de costumbre, cogió el expreso en la estación de Tokio, hizo transbordo en Tateyama, donde subió a un tren ómnibus, y se bajó dos estaciones después, en Chikura. Se dirigió a la oficina de turismo, enfrente de la estación, y buscó un ryokan en el que alojarse por un precio relativamente módico. Al estar en temporada baja, no le costó encontrar habitación. Era una fonda sencilla ocupada principalmente por gente que había venido a pescar. La habitación, aunque pequeña, estaba limpia y olía a tatamis nuevos. Desde las ventanas de la segunda planta se divisaba el puerto pesquero. El precio por el alojamiento con desayuno era más barato de lo que había previsto.

Le dijo a la dueña del ryokan que no sabía cuánto tiempo iba a quedarse, pero que le pagaría por adelantado lo correspondiente a tres días. A la dueña le pareció bien. Le explicó que las puertas se cerraban a las once y le dijo (con otras palabras y con circunloquios) que no podía llevar mujeres a la habitación. Tengo no puso objeción alguna. Tras instalarse en la habitación, llamó a la clínica. Preguntó a la enfermera que se puso al aparato (la misma mujer de mediana edad de siempre) si podía visitar a su padre a las tres de la tarde. Ella le contestó que sí.

–Su padre sigue en coma –añadió.

*

Así comenzó la estancia de Tengo en el pueblo de los gatos. Se levantaba temprano, paseaba por la playa, se llegaba hasta el puerto, donde observaba el ir y venir de los pescadores, y luego regresaba al ryokan para desayunar. Le ponían todos los días lo mismo: jurel seco y tamagoyaki, un tomate cortado en cuatro, alga nori aderezada, sopa de miso con pequeñas almejas y arroz; sin embargo, todo estaba siempre delicioso. Después de desayunar, se sentaba frente a una mesita, en su habitación, y escribía. Disfrutó de volver a escribir utilizando la pluma estilográfica después de tanto tiempo sin hacerlo. El cambio de aires, trabajar en un lugar desconocido, lejos de su vida ordinaria, tampoco estaba tan mal. Oía el ruido monótono de los motores de los barcos que regresaban al puerto. Le gustaba ese sonido.

Escribía una historia que transcurría en el mundo de las dos lunas, el mundo de la Little People y la crisálida de aire. Lo había tomado prestado de La crisálida de aire de Fukaeri, pero ya lo había hecho suyo por completo. Mientras se enfrentaba a los folios en blanco, su mente se hallaba en ese otro mundo. Incluso después de dejar la pluma y apartarse de la mesita, su mente seguía allí. En esos momentos experimentaba una sensación peculiar, como si su cuerpo y su mente estuvieran a punto de separarse, y él se sentía incapaz de discernir dónde terminaba el mundo real y dónde empezaba el mundo imaginario. El protagonista del relato titulado El pueblo de los gatos, que había leído hacía poco, experimentaba algo muy similar. Era como si, de repente, el centro de gravedad del mundo se hubiera desplazado. Y el protagonista de la historia (quizá) no podía subir nunca al tren que partía del pueblo.