Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 15 de abril de 2012 Num: 893

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Tres días en bagdad
Ana Luisa Valdés

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

Todos los hijos son poesía
Ricardo Venegas entrevista
con Rocato Bablot

De la saga chiapaneca
de Eraclio Zepeda

Marco Antonio Campos

Habermas y la crítica
de clases

Agustín Ramos

Una mujer de la tierra
Dimas Lidio Pitty

El alma rusa en Latinoamérica: breve historia de una seducción
Jorge Bustamante García

Poema del pensamiento
Andréi Platónov

Platónov, fundamental
y desconocido

Cabrera Infante y el cine
Raúl Olvera Mijares

Columnas:
Galería
Rodolfo Alonso

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Perfiles
Miguel Ángel Muñoz

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Luis Tovar
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Domicilio conyugal (tan lejos de Truffaut
y tan cerca de Sariñana)

La pareja yace ahí, en lo que los clásicos denominarían lecho conyugal e incluso tálamo. Ninguno de los dos es joven ya: él está bastante calvo y barrigón –exactamente como muchos creen que es inevitable pasados los cuarenta y tantos–; y a ella bien podrían cantarle como Serrat a una suegra en ciernes:  “recuerde, antes de maldecirme, que tuvo usted la carne firme y un sueño en la piel, señora”... La rúbrica, el símbolo de estas y otras decadencias es el sonoro –y todo parece indicar que también pestilentísimo– pedo que él, sin poder ni querer evitarlo, suelta casi en las narices de ella, que consecuentemente se indigna, protesta y maldice.

Así, con una flatulencia, comienza la historia que cuenta el filme Aquí entre nos (México, 2011), ópera prima en largometraje de ficción de Patricia Martínez de Velasco, también guionista, producida por Roberto Sneider y Laura Imperiale, y protagonizada por Jesús Ochoa –el flatulento citado arriba–, Carmen Beato –la esposa de aquél–, Giovanna Zacarías y otros. Noventa y cinco minutos más tarde será con una nueva flatulencia como termine la película, sólo que esta vez la pedorrera le corresponderá a ella y no será motivo de incordio para ninguno de los dos.

Un arranque y un final escatológicos como los descritos bien podrían haber enmarcado un filme congruente, en términos tanto argumentales como conceptuales, con esa forma de la irreverencia –de todos modos no demasiado audaz– que, en una sociedad multifacéticamente hipócrita como la nuestra, consiste en hacer explícitas deyecciones, secreciones y expulsiones corporales varias. Pero no, pues lo que viene a continuación es una historia la mar de complaciente acerca de los muchos tonos y niveles de desencuentro verificables entre los miembros de una pareja heterosexual clasemediera añosa y, se diría, inconsciente portaestandarte de un supuesto beneficio colectivo social radicado en el hecho de sostener, contra viento y marea, al menos dos roles culturalmente asignados: uno, el de padre de familia-proveedor económico; dos, el de ama de casa-cuidadora/educadora de los hijos.

Dado que el final es un regreso-al-redil en toda regla, en el que el matrimonio Guerra –que así se apellida él–, como ya se narró, termina de nuevo en la cama tirándose pedos, el desarrollo de la trama entera sólo puede leerse como una especie de lección moral de cuán engañoso y, a final de cuentas, cuán inane termina siendo todo intento por quebrantar las leyes del stablishment socioemocional: podrás tener una pareja erótica extra, con toda la carga de emoción por transgresión, pero también de hipocresía, que eso conlleva –aquí ambos se ponen el cuerno–; podrás querer mandar un día todo al carajo, romper tu propia rutina y dedicarte a deambular en calzones en tu casa siquiera una jornada; podrás decirle a tu cónyuge que ya no lo/la aguantas y mudarte a la casa de tu amante, resolver que firmarás los papeles del divorcio porque sólo así se acabará la maldita rutina y su carga insoportable de hartazgos... Pero al final, por incongruente que parezca, terminarás por volver a todo aquello que tan harto/harta te tenía, un poco como si de la canción arriba citada de Serrat hubieras descendido a la de Juan Gabriel que dice: “no cabe duda que es verdad que la costumbre es más fuerte que el amor”...

Incongruencias aparte, e incluso concediendo que bien puede dibujarse un arco dramático semejante (que va del hartazgo a la ruptura –mutuamente deseada y con motivos– y de ahí a la re-unión –mutuamente deseada también, pero sin motivos al menos diegéticos– de los que ya no se aguantaban pero deciden volver a soportarse, sólo que ahora contentísimos), queda la traición formal: el tono fársico que alcanza a presentar en algunas escenas, el tinte de histerismo con que son trazadas otras, es abandonado en favor de abundantes ejercicios de estereotipación caracterológica, tanto del matrimonio protagonista como de las tres hijas que aún viven en el domicilio conyugal, de ningún modo a la Truffaut, sino muy a la manera de las comedias de situación románticas más convencionales que, a carretadas, nos llegan desde el otro lado del río Bravo o, para no irse tan lejos, muy a la manera del aborigen Fernando Sariñana, realizador hace ya algunos años de un Segundo aire, de aire bastante familiar a este Aquí entre nos, incluido el protagonismo de un Jesús Ochoa que pareciera no hallar ya el modo de no interpretarse a sí mismo.