Opinión
Ver día anteriorMartes 5 de junio de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La infanta en Palacio Nacional
L

a contundente amonestación recibida al escribir en una pequeña libreta, acaba de hacerme dueña del fastuoso libro-catálogo que registra la exposición Tesoros de los palacios reales de España: una historia compartida con algo más de 730 páginas, en pasta dura. Pesa como siete kilos. La queja subsecuente a la prohibición de escribir produjo la promesa del recién recibido libro.

El recorrido de la muestra debió ser una delicia incontestable para quienes analizan o gustan de los objetos suntuarios, decorativos, a veces lujosísimos, otras extraños y redundantes que son los que tal vez a algunos curiosos (es mi caso) fueron los que mayormente atraparon la atención, sin que por ello pueda pasarse por alto el contingente de tapices de varias épocas, todos comprendidos entre los austrias y los borbones en España.

Por tanto, agradezco tanto la amonestación como la gentileza de Miguel Ángel Fernández y de su asistente curatorial.

El cuadro que la provocó es el retrato de la infanta Ana Mauricia de Austria-Estiria, por Juan Pantoja de la Cruz, pintor de corte del rey Felipe III, procedente como otras piezas relevantes, del monasterio de las descalzas reales de Madrid.

El nombre de la infantita es peculiar. Ana es común, pero no Mauricia. Aquí vino mi primera deducción. Fue así llamada la primogénita de los reyes debido, supongo, al recuerdo del cuadro de El Greco: San Mauricio y la legión Tebana que debe haber sido emblemático en esa época de continuas controversias religiosas, mismas que determinaron el destino de la futura reina de Francia, madre de Luis XIV y regente junto con el cardenal Mazarino del rey absolutista, ungido a la muerte de su padre a los cinco años.

Me preguntaba, ¿cómo pintó Pantoja a esa bebé de meses de edad? La pintura misma lo dice. La rozagante carita se incrusta en un altísimo y tieso cuello de encajes. La modelo es una bebe con incipiente nacimiento de pelo. Eso fue lo que tomó el pintor de la vida real adhiriendo la cabeza pintada del natural a un maniquí con el ropaje de la pequeña, pródigo en una serie de objetos representados con la delicadeza propia de las obras flamencas. Sus manos de recién nacida ostentan tres añillos en cada una y de su invisible cuello pende una especie de tendedero que sostiene la enorme cruz que cubre todo el torso, hasta la cintura. De esta cruz pesadísima (pobre criatura si deveras se la colgaban) pende otra más pequeña. Uno de sus dedos meñiques enlaza una campana y su pulsera sostiene un colmillo al parecer de jabalí, objeto que como otros representados sobre su ropaje, tenían carácter mágico-religioso, destinado a preservarla del mal de ojo o de diverso tipo de enfermedades. La mortalidad infantil desde luego era frecuentísima. De un cordoncillo cuelgan relicarios con huesos o espinas sagrados que Pantoja debe haber examinado a fondo para reproducirlos pictóricamente.

Por intervención del pontífice Pablo V Borghese la infanta apenas nacida fue prometida en matrimonio a su coetáneo, el rey Luis XIII de Francia. A sus 14 años, ella viajó a la frontera con Francia acompañada de una comitiva de mil 500 personas. Este matrimonio entre adolescentes logró por un tiempo la ansiada neutralidad entre dos países católicos: España que lo era radicalmente y Francia que lo fue un poco a fuerza, después del reinado de Felipe de Navarra quien, como se sabe, fue hugonote aguerrido antes de su conversión.

Pese a los parentescos que tan conocidos nos son entre los austrias y no sólo a través de Velazquez, la infanta no acusa ni en éste ni en otros retratos que se le hicieron posteriormente (no exhibidos) ni prognatismo ni el labio inferior caído prototípicos de la endogamia que siguió practicándose por razones de Estado en las casas reales y nobiliarias.

Esta es sólo una de las muchas obras altamente peculiares que deparó la exposición. Otras piezas sorprendentes son los bustos relicarios policromos que corresponden a mártires hombres y a vírgenes degolladas, que no es lo mismo que decapitadas, como aquellas que en número de 11 mil obtuvieron las palmas del martirio. Allí pudieron verse dos con sus rajadas sangrantes en el cuello, iguales a las que ostentan sus contrapartes masculinas, sometidas por fidelidad religiosa a idéntico procedimiento. El público se detuvo mayormente ante las armaduras soberbias, con bajorrelieves y grabados. También los caballos tenían sus armaduras.

En una fotografía de Desiré de Charney ca. 1860, se advierte nuestro Palacio Nacional antes de que se le añadiera el tercer registro. Ahora los espacios que integran la Galería Nacional nacida con las celebraciones del bicentenario, pero sin acervo propio, ¿qué uso tendrán? La siempre ambientada museografía de estos tesoros tuvo recursos de primer nivel de los que carecen la mayoría de nuestros museos oficiales.