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Aprender a morir

Que 99 años no es nada/I

S

e afirma, con razón, que durar no es vivir, pero cuando una vida con calidad logra prolongarse por encima de los promedios lógicos, el tiempo de permanencia pasa a segundo término y perdurar ya no es lo opuesto a vivir. De ahí lo saludable de acercarse a quienes habiéndole tomado la medida a la vida no han permitido agobiarse por ésta.

Con ayuda de una andadera que utiliza hace apenas seis meses, luego de tres años de usar bastón, Lupita Rangel, con 99 cumplidos y 17 en un asilo, es hermoso testimonio de salud espiritual, mental y física. Impecable y sencilla, con aretes y maquillaje discretos, oye perfecto y conversa con encanto, se inclina por su café a la mesa de centro y cruza la pierna sin dificultad. Es de esos sabios naturales a los que hay que oír y aprenderles.

“He sido muy afortunada –confiesa Lupita–, empezando por mis padres, que más que estrictos fueron inteligentemente flexibles con su autoridad y permisividad. Nací en el DF en 1914, en la calle de Manrique, hoy Chile, y fui la más chica de cuatro hermanos. En mi casa me decían la india, porque siempre defendí a las empleadas y a la gente humilde. En la escuela todas llevaban fleco, pero por alguna razón yo decidí cortármelo. Me tardé en hacer la primera comunión, pues yo sólo quería vestido y desayuno, no sacramento. Como a los 12 ya vi la diferencia entre una cosa y otra. Sólo una vez me dio mi papá dos nalgadas indoloras que a mí me dolieron moralmente.

“Estudié química farmacéutica y me casé a los 25 años con un ingeniero químico un año mayor que yo. Sólo quisimos tener un hijo. Los familiares me daban la lata con lo del hijo único, pero nunca hice caso y mi esposo siempre compartió mis decisiones. Falleció a los 64 años tras una operación de úlcera, pero para mí que se les pasó la anestesia. Ordené que le quitaran todas las sondas y tripas una vez que le declararon muerte cerebral.

“Mi padre también falleció a los 64 –añade Lupita serena–, luego de una agonía muy dolorosa por una gangrena mal tratada. En cambio mi madre, a los 80, se quitó ella misma el oxígeno y dijo: ¡Ya!, sin tener que padecer agonías innecesarias. A los 40 me quitaron un seno aunque no necesité quimio. Mi marido fue maravilloso, pues me quería con la cabeza, no sólo con los sentidos, y a los 70 me dieron dos infartos. La vida es sucesión de pérdidas que hay que saber aceptar, y la muerte algo tan natural como el nacimiento.