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Las favoritas en Francia
D

urante los siglos de monarquía en este rompecabezas de un reino reunido entre guerras y matrimonios que es hoy Francia, dos instituciones jugaron un papel decisivo: la ley sálica y la favorita.

La ley sálica excluía de la sucesión al trono a las mujeres y a su descendencia. Las hijas de reyes eran destinadas a contraer matrimonio, en el más afortunado de los casos, con un monarca extranjero, muchas veces primo, tío, pariente cercano, y, en consecuencia, a dejar su país. Europa era un asunto de familia, y los casamientos de las familias reales eran matrimonios de razón, y de razón de Estado. Sobre todo el del heredero al trono, el Delfín. De esas uniones dependían guerras y paz.

Una mujer coronada sólo podía ejercer el poder si enviudaba con hijos menores en cuyo nombre dirigía el Estado como regente. En vida de su esposo, debía intrigar. Esto si no corría la suerte de verse recluida en sus departamentos por la existencia de una favorita.

La favorita, mujer de la corte, no era una simple aventura. Gozaba ella misma de una corte y de su influencia dependían nombramientos, mecenazgos, destituciones. Una de las más célebres, la marquesa de Pompadour protegió a los enciclopedistas y tuvo un salón literario con repercusiones artísticas en toda Europa.

Mucho antes de manifestaciones sufragistas o reivindicaciones feministas, las mujeres jugaron en Francia un papel tan importante que no tenían la necesidad de manifestar. Cathérine de Médicis, un ejemplo, es la encarnación misma del poder. Cierto, sus hijos reinaron. Pero siempre bajo los consejos de la Reina madre. Cierto, también, Cathérine debió vivir, en vida de su esposo, a la sombra de la favorita, Diane de Poitiers a quien el rey, Henri II, nunca negó nada.

La historia de Francia, desde hace siglos, monárquica o republicana, es particular. Las mujeres jugaron un papel decisivo, madre, esposa, favorita, eran ellas quienes jalaban los hilos de las marionetas.

Con la República, las favoritas se hicieron raras. Un presidente no contrae matrimonio por razones de Estado. Acaso la última en pertenecer a esta tradición fue Anne Pingeot, la amante del presidente Mitterrand: su influencia fue decisiva en la creación del Museo de los impresionistas y en la restauración del Louvre.

Hoy, Hollande, actual presidente francés, se halla situado en el seno de esta tradición secular. Republicano de izquierda es, para empezar, un ciudadano francés. Hombre normal, ama, hace el amor. No hay favorita, sólo compañeras.

El escándalo es que no se casa. El matrimonio no parece ser una de sus inclinaciones. Legaliza el casamiento entre homosexuales, pero él, padre de cuatro hijos con Ségolène Royal, no sintió la necesidad de casarse. Este hombre jamás se divorcia pues toma la sabia precaución de nunca contraer nupcias.

Sin duda, creía ser el más hábil de los hombres. Idea agotada. Su habilidad es calificada, ahora, de grosera granujada, de patanería. Es penoso verse tratar de vulgar golfo cuando se es presidente de la República. Esto es lo que sucede a Hollande: desenmascarado por una revistilla de escándalo, cuando creía disfrazarse con un casco de motociclista para visitar a su nueva amante, teniendo a otra compañera de primera dama en el Eliseo, quien se hospitaliza tras el choque al descubrir que es engañada. Valérie ha decidido que perdona y se queda como primera dama, François querría que ella se largara, y promete que se quedará solo en el Eliseo, sin casarse. Quien no se casa, no se puede divorciar. Y Valérie no piensa irse.

La cuestión es saber si un presidente, encarnación de la figura de la nación, puede conducirse a su antojo: amar una mujer, dejarla por otra, actuar como un adolescente retardado.

La respuesta va a darse muy pronto. En democracia hay elecciones. Los extremistas, el Frente Nacional de Marine Le Pen o el Frente de Izquierda de Mélanchon, se frotan las manos. Pronto abrirán el champagne. Son los franceses quienes se despertarán con la cruda.