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Pacheco, como al principio
E

n su principio estaba su fin, pero quizá sólo él lo supo desde siempre. Ciertamente no Octavio Paz en su histórico prólogo a Poesía en movimiento (1966), la gran antología de la poesía mexicana moderna; también la última, gracias a su largo éxito que la llevó a construir el canon, si alguno, de nuestra poesía. Trazó un mapa con tales tino y creatividad que fijó su permanencia y medio siglo después aún parece inigualable. Como libro en sí, es un clásico. A José Emilio Pacheco (1939) y Homero Aridjis (1940) los avaló, al grado de hacer coautor a Pacheco, y los declaró los jóvenes del reparto, y así duraron más allá de sus propias juventudes. Era el espíritu de la época. ¿Cuánto duraron si no los narradores de La Onda como la juventud literaria? Son los mismos sesenteros años en su fase optimista anterior al 68.

Con su ronda de juego al compás del I Ching (donde con otros fines Jorge Luis Borges jugara lo suyo), Paz se permite tirar línea de una manera que hoy se lee insolente. Dice a los autores de la poesía nueva qué deberían hacer. A Pacheco, quien ya tenía dos poemarios brillantes, Los elementos de la noche (1963) y El reposo del fuego (1966), le sugiere no contenerse, y lo ve en peligro de estancamiento. Lo interpreta como lago, demasiado reflexivo, casi sugiere que reprimido. Junto con Gabriel Zaid, reconoce en Pacheco la crítica y la lucidez, pero le aconseja romper sus límites. Habrá quien diga ahora que Pacheco le hizo caso, pero la verdad, ya entonces resultaba un consejo innecesario. En aquel grupo, que llegaba hasta Marco Antonio Montes de Oca (1932), si alguien no mostraba tener límites era él.

A los 27 años ya había hecho de todo lo que haría el resto de su prolífica y ejemplar vida literaria. Su antología de la poesía del siglo XIX sigue siendo indispensable para nuestro saber literario e histórico. Su versión de Como es de Samuel Beckett hizo decir al propio Beckett (quien ya había traducido al inglés una amplia muestra de poesía mexicana) que era un libro en sí mismo, otro original. Ya era el cuentista de La sangre de Medusa (1958) y de El viento distante (1963), vuelto película por los cineastas del momento, y el novelista inminente de Morirás lejos (1967). Su trabajo como editor y periodista cultural databa de 1957, cuando a los 19 años dirigió con Carlos Monsiváis el suplemento de la revista Estaciones, y luego redactor en La Cultura en México de Fernando Benítez.

Hoy sabemos que Pacheco es autor de una obra mucho más ilimitada y generosa que la de ninguno de aquellos jóvenes de Poesía en movimiento; más frondosa que la de casi cualquier otro polígrafo mexicano del siglo XX (y de todos los siglos), y supo ser el mismo, él mismo, de principio a fin.

Ciertos versos de sus 20 años podrían pasar por los últimos que escribiera a los 74. El poeta no es un lago sino el océano que se rencuentra siempre: De algún tiempo a esta parte, las cosas tienen para ti el sabor acre de lo que muere y de lo que comienza. Áspero triunfo de tu misma derrota, viviste cada día con la coraza de la irrealidad. El año enfermo te dejó en rehenes algunas fechas que te cercan y humillan, algunas horas que no volverán pero que viven su confusión en la memoria. José Emilio Pacheco en estado puro. En pocos años, No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969), lejos del estancamiento que temía Paz desde su bien ganado liderazgo crítico, rompe las últimas barreras que le quedaban a la escritura poética para saltar a la calle y ser legible, aún a riesgo (asumido explícitamente) de que aquello ya no sea poesía. El joven autor de ‘Don de Heráclito’ sabe que el río es irrepetible y que el mar jamás ha de saciar la sed del hombre.

Su Antología del modernismo, 1884-1921 (1970), recuperaría con frescura inusitada el eslabón clave para construir todos los futuros de la poesía mexicana, y hasta fue convincente al pedir el indulto para Amado Nervo.

De esos años data ‘Inventario’, la columna que nace en sus comentarios para la Revista de la Universidad de México de Jaime García Terrés, se afina en Diorama de Excélsior y desemboca definitivamente en Proceso, donde colabora desde el principio hasta la víspera de su muerte. Julio Scherer siempre fue su valedor. En tientos, paráfrasis, reseñas y retratos, es cronista excelente de instantes del pasado. Con la lucidez y la claridad crítica que sí había detectado Paz, Pacheco postula en su pensamiento y en sus versos, con ecos borgeanos si se quiere, que la poesía no tiene dueño. Bien que devino JEP el divulgador, bien que dijo defender el anonimato y la modesta discreción.

En 2009 presenta así su aproximación (éste otro concepto suyo que relativiza sus siempre memorables traducciones) de El Cantar de los Cantares: A semejanza de la cocina, la poesía es una serie infinita de apropiaciones e intercambios. Nada es de nadie porque todo es de todos. Un poema pertenece a quien tenga la voluntad de hacerlo suyo.