jornada


letraese

Número 213
Jueves 3 de Abril
de 2014



Director fundador
CARLOS PAYAN VELVER

Directora general
CARMEN LIRA SAADE

Director:
Alejandro Brito Lemus

pruebate



editorial

Joaquín Hurtado

Tocayo

Joaquín tenía unos dieciocho años. Me doblaba la edad. Era alto, vigoroso,  con algo de luces intelectuales y buena sangre. Le gustaba unirse al grupo del barrio y jugar a las canicas, al futbol o simplemente contar historias. Me tenía mucha estima sólo porque compartíamos el mismo nombre. No recuerdo si mi tocayo  estudiaba o ya cobraba en alguna empresa de la zona como obrero o repartidor. De pronto llegaba y sin imponer sus reglas ni abusar de los privilegios de su edad se unía a nuestra parvada para pasar las tardes de ocio.

Mi tocayo tenía dos hermanitos que eran el azote del barrio por su temperamento rijoso y temerario. Sólo recuerdo sus apelativos: El Patán y el Chedrón. Sucios, malencarados, adictos a los solventes. Los terríficos niños se quedaban siempre al margen del corro, en algún escondite donde podían consumir sus bollos empapados con sustancias psicotrópicas. El tocayo los ignoraba, quizás fingía no verlos, jamás los dejaba que se unieran a nuestros juegos. Creo que se había dado por vencido en la ingente tarea de educar a sus carnalitos y hacer de ellos personas decentes.

El Patán se volvió loco y acabó en el penal por acuchillar a su pareja sentimental. El Chedrón se perdió de vista y no supimos nada de él hasta que salió en el periódico acribillado, jalaba con una banda de malosos como asesino a sueldo. De Joaquín mi tocayo tampoco he sabido nada. Las personas que lo conocieron no me dan razón de su paradero porque el joven, como casi todos los chavos de mi época, cruzó la frontera y jamás regresó.

Por Joaquín yo escuché por primera vez una palabra que sonó en mis oídos como un conjuro poderosísimo. Marcó mi existencia de manera indeleble. Recuerdo que eran las cuatro o cinco de la tarde de un verano particularmente caluroso y húmedo. Sudábamos a chorros en una rueda de chiquillos cuya única finalidad era no permitir que el balón tocara jamás el suelo. Había que mantener la esfera en el aire con cualquier parte del cuerpo: los pies, la espalda, las caderas, el pecho, la cabeza, las manos, las nalgas e incluso el pubis. Los mayores dominaban el balón y nunca fallaban. Los chaparritos o de menor edad siempre perdían porque las extremidades no eran lo suficientemente capaces de atrapar y dominar la bola. Me tocó jugar al lado del tocayo. Afable, me pasaba con suavidad el balón. Aquel gesto me daba la sensación de solvencia y orgullo. Podía presumir con tener un hermano mayor, protector y paciente.

Después de un pase complicadísimo, cuando el esférico iba a caer lejos y no había modo de alcanzarlo, mi tocayo dio un salto prodigioso y de un cabezazo lo regresó al centro del universo altamente competitivo y desigual. El tocayo me miró desde su imponente altura. Con su mirada de hombre curtido y paternal, me guiñó un ojo y me dijo bajito como para que nomás yo lo escuchara: “¿Viste, Joaquinillo?, ¡eso lo logré porque soy homosexual!”

En esos años yo sabía que en este mundo había de todo: mariguanos, brujas, teporochos, artistas, putas, maricones, comunistas, políticos ladrones, maridos cornudos, marimachas, carteristas, robachicos, santocloses, vírgenes, luchadores rudos, hombres lobo, marcianos y aparecidos. Pero, ¿homosexuales? El primero que conocí y admiré con discreta devoción fue a aquel Joaquín. Mi tocayo. Jamás he olvidado su gran lección.

 


S U B I R