Opinión
Ver día anteriorMiércoles 6 de agosto de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Frenesí compulsivo
L

as sesiones del Congreso para dictaminar y aprobar las leyes reglamentarias de la reforma energética entraron en un tobogán de pasiones compulsivas. La enjundia con que las distintas fracciones tomaron posiciones es digna de ser espulgada hasta el detalle. Las razones y la retórica desplegada para justificar las futuras leyes no forman, al parecer, la parte relevante del proceso. El cruce de acusaciones, en cambio, pero en especial el frenesí con que la coalición mayoritaria empuja sus posturas forma un espectro por demás destacable. A mayores denostaciones esgrimidas por las llamadas izquierdas, a su vez provocadas por el aplastante mayoriteo, mayor es el coraje desplegado por el priísmo. El panismo muestra, a cada paso, el enorme regocijo que le causa lo que considera el triunfo histórico de su partido sobre el nacionalismo revolucionario y el cardenismo en particular. El papel desempeñado por los personeros del Verde Ecologista es, de nueva cuenta, uno de comparsa e indignidades.

El cambio privatizador que se viene induciendo para toda la industria energética no se preveía, en su cabal extensión y profundidad, hace apenas unas cuantas semanas. En la medida en que transcurren las disputas por los detalles y las leyes se suceden, una tras de otra, los ánimos se encrespan hasta el punto del desborde. Los alegatos elevan el tono hasta la sublimidad: sobre todo el de esos congresistas que piensan, con seriedad no exenta de tonta soberbia, que contribuyen a la historieta transformadora de la narrativa oficial. Se ven inmersos en una valiente y heroica epopeya que algunos presumen a cada rato y en cada lugar. La mayoría de los diputados, como antes de ellos lo hicieron los senadores, atienden sólo a los reflujos y mareas provocadas en el interior de cada uno de los distintos bandos en pugna. Y para otros los premios metálicos a recibir son un acicate. Cada uno de los actores, principales o del montón, aguza la mirada en la intensidad y dirección en la que circulan las órdenes, la línea a seguir por todos y cada quien. Los contornos y las referencias de los consumidores de la energía en disputa se van desdibujando hasta borrarse casi por completo. Mas se nublan los efectos reales que a la distancia se impondrán a los ciudadanos, esos que, otrora, se sentían propietarios de un recurso estratégico. Mañana tendrán que compartir buena parte de su riqueza con los emprendedores capitalistas invitados al festín. La que creían una palanca que podría auxiliarlos en sus afanes de soberanía, bienestar y desarrollo la sienten cada vez más pequeña y lejana. Los intereses grupales, en particular de los traficantes de influencia que forman el núcleo duro que empuja el proceso completo, han adquirido la densidad necesaria para situarse al mero frente de todo el aquelarre legislativo.

La disciplina de la mayoría legislativa se endurece hasta el extremo de no admitir disidencia. Hasta la mínima variante puede tornarse motivo de severos enojos superiores y ser condenado en reo del más frío desprecio partidista, el temido ostracismo. El escalafón futuro de cada quien entra al rejuego de presiones. Hay urgencia de mostrar dureza en las actitudes cotidianas, severidad en la disposición para llegar hasta las últimas consecuencias, pase lo que suceda alrededor. Las advertencias de peligros por venir son ninguneadas de inmediato, tildadas de catastrofismos inmovilizadores. Las factibles consecuencias indeseables –efectivas y duras advertencias emitidas desde el mismo factor externo– no tienen cabida ante las que se alegan como visionarias previsiones insertadas en las mismas leyes bajo estudio. Se tendrán, que no quepa duda –afirman con pesada voz de mando–, todos los controles prudentes. Se han diseñado las normas que aseguran y limitan las conductas de los responsables futuros. Se instalaron los mecanismos que permitirán, a cada paso, inducir la buena fe y la esperada eficiencia. Se ha previsto, y se crearon, los organismos que habrán de regir el nuevo estado de cosas en ciernes. Aseguran que la previsión surge esta vez de pasadas experiencias privatizadoras. La transparencia es, según los eufóricos proponentes, la consigna reina. Esta es la narrativa que se acompasa con frenesí aprobatorio desatado por el oficialismo.

Pero, ¿de dónde sale este maremágnum de modificaciones y efectivas rupturas que atropellan todo entendimiento de lo que en realidad sucede? ¿Quién le dio forma, ideó y puso en marcha tan alevoso designio? ¿Se tomaron en cuenta las aciagas horas que aquejan a las mayorías de esta inestable República para acuerpar tan apresuradas reformas estructurales? Los compromisos que el actual gobierno adquirió con el exterior (y con la plutocracia interna) no pueden ser ocultados por más tiempo. Éstos tienen que ver con las ambiciones transexenales del grupo hoy encaramado en los botones de mando, qué duda cabe. Saben que las trasnacionales y los feroces gambusinos fuereños (lutitas) con sus influyentes medios de comunicación, les serán vitales para aceitar su continuidad. Los soñados inversores externos se constituirán en brazo de apoyo para incidir, en su favor, en el mero núcleo de los poderes mundiales. Esos que disculparán cualquier forma de violencia usada para torcer la voluntad de los electores. Una voluntad que, justificadamente, se revela cada vez más adversa a su pretendida prolongación.

Fincar esperanzas de crecimiento acelerado en la inversión externa, y en particular la de la industria petrolera y eléctrica, es una expectativa endeble, por decir lo menos. La parte medular para un crecimiento sostenido la aporta, bien se sabe, una robusta demanda agregada. Hasta el mismo Larry Summers, el insigne rector emérito de la Universidad Harvard, adalid de batallas neoliberales y secretario del Tesoro con el señor Clinton, lo ha reconocido de frente a los asambleístas del FMI. Ahí afirmó que la debilidad del mercado interno estadunidense se debe a los congelados ingresos de los trabajadores. De poco han servido las desregulaciones, el abundante y barato crédito y demás reformas que él mismo empujó con envidiable empeño. Tanto Japón como Estados Unidos crecieron –dijo tan famoso personaje de la macroeconomía– sólo una fracción de lo esperado debido, en primer término, a la debilidad del poder de compra de las masas.