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Literatura en Bellas Artes
E

n 1934, Antonio Castro Leal –letrado, académico, rector de la UNAM– fue nombrado jefe del Departamento de Bellas Artes en la SEP, y director desde septiembre de ese mismo año del Palacio de Bellas Artes, recién inaugurado; necesariamente la literatura debió haber tenido gran importancia, aunque se le dio prioridad a los espectáculos y a las artes plásticas. Durante la presidencia de Miguel Alemán se fundó el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura y el hecho de agregar en el título del organismo a la literatura hubiese debido indicar su papel preponderante, pero no fue así.

Me viene a la mente la gestión del escritor Antonio Acevedo Escobedo, desde 1959 a 1969 jefe del Departamento de Literatura. Y la de José Luis Martínez, director de Bellas Artes de 1965 a 1970, época en la que amén de muchas otras cosas memorables, se publicó la Revista de Bellas Artes, cuyos números son verdaderamente antológicos, dirigida por Huberto Batis.

Me vinculé de manera directa con la Dirección de Literatura cuando la encabezaba de manera muy acertada Gustavo Sainz, y era director general del instituto Juan José Bremer. Dirigí talleres de ensayo y de ficción y recorrí diversas regiones de la República, en la extensa red de Casas de la Cultura e institutos regionales, muy activos gracias a la labor de Víctor Sandoval; estuve en ciudades imposibles ahora de visitar por la situación de violencia que vive el país: me permitió vincularme con diversos movimientos literarios, escritores jóvenes, editores y publicaciones que nunca hubiese podido conocer.

De 1982 a 1986 ocupé ese cargo. Traté de organizar una base de datos y una biblioteca de escritores mexicanos, de recuperar obras agotadas, textos coloniales, novelas del siglo XIX o algunas de las del ciclo de la Revolución Mexicana, dentro de la colección La Matraca, cuyo subtítulo Del folletín a los Cristeros define su sentido, iniciada durante mi gestión como directora de Publicaciones y Bibliotecas de la SEP. Como suele hacerse, organicé conferencias, ciclos, exposiciones, intercambios literarios, continué con los premios tradicionales y se iniciaron nuevos.

Creo que lo más importante de mi gestión fueron sin embargo los cinco volúmenes de la Guía de Forasteros, Estanquillo Literario, con varios alumnos míos de la Facultad de Filosofía y Letras, bajo la coordinación de Enrique Flores, con Mauricio Molina, José Luis Hernández y José Rivera. En la producción Hilda Rivera, Rafael Becerra, Gabriela Becerra y Luis Cortés Bargalló; muchas ilustraciones provienen del Archivo General de la Nación y de varios pintores e ilustradores que trabajaban en Bellas Artes: José, Alberto y Miguel Castro Leñero, Arnoldo Fajardo, Rafael Hernández, Heraclio, Ramón Marín. Felipe Garrido, nombrado director de Literatura cuando en 1986 acepté el cargo de agregada cultural en Londres, pudo hacer culminar ese proyecto.

En esos volúmenes se cubrió sólo el periodo de 1789 a 1836, pero son una muestra de lo que podría ser una mirada no tradicional a la literatura mexicana; tienen cabida no sólo los textos canónicos, sino varios más de muy diverso origen, de gran riqueza y que no habían sido considerados como literarios. Un material que, como apunté cuando empezó a publicarse la Guía en 1983, “...ha sido ofrecido como muestra, desplegado en las vitrinas de un estanquillo literario en forma de antología con sus secciones fijas, por ejemplo textos que espontáneamente se nos brindan como folletines avant la lettre”. En suma, ofrecido como muestra y desplegado en las vitrinas de un estanquillo literario en forma de antología con sus secciones fijas: encargos, hallazgos, remedios, soplos; en fin, referencias bibliográficas e históricas, reportajes, editoriales, nota roja, pastorelas, certámenes, y muchos versos cultos y populares, como ejemplo de la retórica del periodo estudiado en la compilación.

Twitter: @margo_glantz