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México: la batalla final es civilizatoria
E

sta es la tercera entrega de una serie de artículos sobre el choque de civilizaciones en México (La Jornada, 22/7 y 5/8). En el artículo anterior llamábamos la atención sobre los sorpresivos resultados del censo de 2010, en el cual se introdujo la pregunta ¿usted se considera indígena?, que hizo pasar el total de la población originaria (por ser hablante de alguna lengua indígena, por considerarse originario o por pertenecer a un hogar con al menos un miembro en esa condición) de 12.7 millones en 2000 a 18.1 millones, 10 años después. Aquí lo más interesante es que de ese total de 2010, los datos duros del censo indican que 7.6 millones son hablantes y 9.1 millones se califican como indígenas, y que estos últimos viven fundamentalmente en las ciudades, en tanto que los primeros siguen habitando esencialmente en asentamientos rurales. Este nuevo panorama deja además una situación novedosa en varias entidades del país: la población indígena alcanza 62.7 por ciento de Yucatán y 58 por ciento de Oaxaca, y son un tercio del total en Quintana Roo, Chiapas, Campeche e Hidalgo y la cuarta parte en Puebla.

Las cifras de Yucatán son literalmente demoledoras de la idea que prevalece sobre que los mesoamericanos están en vías de desaparición. Hoy, dos de cada tres yucatecos son o se consideran indígenas. El vigor biológico ha sido al paso del tiempo la mejor respuesta a tantos siglos de opresión y a la opinión de sus explotadores regionales. Durante la guerra de castas, Justo Sierra O’Reilly (1814-1861), el más notable escritor, periodista, novelista, historiador y jurisconsulto de la región, escribió: Yo quisiera hoy que desapareciera esa raza maldita y jamás volviese a aparecer entre nosotros [...] yo los maldigo hoy por su ferocidad salvaje, por su odio fanático y por su innoble afán de exterminio. Y la raza maldita no sólo no desapareció sino que se volvió dominante en Yucatán en términos demográficos.

En esta recuperación poblacional, los especialistas señalan que un factor determinante ha sido la alta tasa de fecundidad en los grupos indígenas. Lo anterior queda magníficamente ilustrado por el caso de Chiapas, al analizar la evolución de la población indígena en esa entidad entre 1520 y 2010. Mientras la población se mantuvo oscilando alrededor de los 100 mil habitantes durante prácticamente cuatro siglos (del siglo XVI a 1960), durante las pasadas cinco décadas se registra un incremento explosivo de la población indígena chiapaneca que pasa de 155 mil en 1960 a 1.2 millones en 2010. Lo anterior resulta de la alta tasa anual de reproducción que en esa entidad es de 7.9 contra 3.8 de la población mestiza. Dejo la contundencia de estos datos al escrutinio de los especialistas no sólo de la demografía, sino de la cultura, la sociología y sobre todo de la política. ¿Y si el levantamiento zapatista obedeció más a un factor de éxito productivo, alimentario y poblacional que requirió de una urgente expansión territorial?

La indianización de las ciudades

El sorpresivo aumento de la población indígena en México ha dado lugar a otro fenómeno inusitado: la indianización de las ciudades, que marcha a contracorriente de la urbanización de los indígenas. Si los mesoamericanos parecieron transformarse y, por tanto, desvanecerse al dejar de ser campesinos, agrarios, rurales o campiranos, conforme la urbanización (y en muchos casos de la industrialización) de las regiones se fue volviendo hegemónica, un fenómeno contrario apareció también. El acto da fe de la enorme reciedumbre de una matriz cultural que, sin ser la misma, conlleva una antigüedad de varios miles de años. Como resorte que se expande, los mesoamericanos pasaron de la defensiva a la ofensiva: se volvieron obreros, empleados, trabajadores domésticos, jardineros, artesanos de todo tipo y, especialmente, maestros de las ciudades. Lo que resulta notable, y en alguna medida incomprensible, es que siguen manteniendo una identidad étnica, no obstante que hayan perdido su lengua originaria y otros rasgos. Aquí hay que diferenciar entre la matriz o el núcleo cultural, cuya esencia, como veremos, tiene un alto valor político y de resistencia social, y los elementos accesorios.

La indianización de las ciudades alcanza una expresión cercana a lo espectacular en la capital de la República, la cuarta ciudad más grande del mundo. En el Distrito Federal, la combinación de la permanencia de pueblos originarios de la antigua Tenochtitlán (en las delegaciones de Milpa Alta, Xochimilco, Tláhuac, Tlalpan, Cuajimalpa) con la inmigración proveniente de varios estados del país ha dejado la existencia reconocida de 314 núcleos indígenas (de los cuales 143 son pueblos o comunidades rurales o subrurales y 171 son barrios enclavados en la zona urbana). En conjunto, la población indígena, según cifras oficiales, en la ciudad de México es de 438 mil 750 habitantes, número que supera a la población estimada de la antigua Tenochtitlán, de 350 mil. ¡Seis siglos pasaron para la recuperación! La convocatoria del gobierno de la capital para que estos núcleos realicen asambleas durante agosto de 2014, para promover una ley de pueblos y barrios originarios, resulta más que notable porque vaticina lo que deberá de suceder por buena parte del país. También hace renacer, ahora sobre un espacio urbano o semiurbano, el tema de las autonomías territoriales y étnicas, todo lo cual tiene muy alto valor para una remodelación civilizatoria. En próxima entrega veremos cómo esta población de matriz mesoamericana, contra todo vaticinio, posee un conjunto de atributos idiosincrásicos que le permiten enfrentar, resistir y escapar a la maquinaria opresora y represora del ogro industrial, además de visualizar, mediante proyectos originales, nuevas e inimaginables avenidas que anuncian un cambio civilizatorio.

*Más información y fuentes bibliográficas