Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Horas de diciembre

Los inmortales

D

esde mediados de octubre la fábrica se vuelve una romería. A todas horas llegan a visitarnos turistas, familias, compradores al mayoreo y grupos de niños a quienes sus maestros traen para que vean cómo se produce un árbol de Navidad tan detallado que parece real. Para conseguir ese efecto nos inspiramos en las fotografías de pinos verdaderos que colgamos encima de nuestras mesas de trabajo.

Belén es la encargada de explicarles a los niños que utilizamos una armazón de aluminio para simular el tronco y las ramas. Al tronco lo forramos con cinta canela para que se vea cafecito. Esta parte del proceso es menos laborioso que cubrir los brazos del árbol con cenefas de papel picado de un verde muy brillante. Al final, rociamos la pieza con espray de olor a bosque.

Belén termina su discurso señalando las ventajas de nuestros arbolitos: no se marchitan, no ensucian el piso con sus agujas, son repelentes al fuego y muy lavables. Sin importar sus dimensiones, desarmados se reducen a centímetros. Sin que ocupen demasiado espacio pueden almacenarse en cualquier parte con la seguridad de que el siguiente diciembre se verán tan verdes y perfumados como el día en que salieron de la fábrica.

No necesito oír las explicaciones de Belén para saber que los árboles de Navidad que fabricamos son perfectos, hermosos, decorativos, durables, prácticamente inmortales. Por esto, sólo por esto, me causan lástima.

De mí para ti

Son tiempos difíciles. No estamos para lujos y mucho menos para detallitos. Las raras veces que salimos a comer con algún compañero de trabajo cada quien paga lo suyo y va a medias con la propina. Si alguna de las muchachas tiene un bebé le mandamos una tarjeta de felicitación con cigüeña y no, como antes, un móvil o un juego de chambritas.

Hace tiempo que en la oficina ya no celebramos ni santos ni cumpleaños. Este será el primer diciembre que no hagamos brindis ni intercambio de regalos. Nos evitaremos gastos pero también la emoción de organizar la fiesta, de unir los escritorios para hacer una mesa larga donde poner los platos de cartón con ensalada de macarrones y salchicha, las botellas de sidra y los refrescos.

El sorteo para el intercambio de regalos era lo más divertido. Primero las mujeres y por turno, metíamos la mano en el tarro lleno de papelitos doblados, siempre con la esperanza de que el número que elegíamos a ciegas correspondiera a un compañero que nos resultaba atractivo.

En la rifa nunca he tenido suerte. Desde que comencé a trabajar en esta oficina invariablemente saco el número de la contadora, alguna secretaria o de hombres que no me simpatizan. El anterior diciembre me tocó regalarle a Mauricio Ávila y no, como esperaba, a Juan Manuel.

Lleva apenas dos años trabajando con nosotros. Me gustó desde el día en que coincidimos en el elevador. Creo que también le agrado, lástima que sea tan tímido. Nunca sabe qué decirme o, cuando mucho, me habla del pésimo servicio de teléfonos o los problemas con su computadora. Tal vez las cosas habrían sido más fáciles si en uno de los dos intercambios en los que participó Juan Manuel me hubiera salido su número.

Como es muy amable, estoy segura de que me habría dicho: Qué buen gusto tienes, Qué bonita corbata o cualquier cosa que me permitiría armar una verdadera conversación y después, como me han contado mis amigas que les sucede, pasar a algo más grato, más íntimo.

En el sorteo anterior me saqué el número 72. Le correspondía a Mauricio Ávila. Se cree guapísimo y estoy segura de que compra zapatos dos números más grandes que su talla. El tipo me choca y sin embargo tuve que comprarle un regalo. Elegí una bufanda gris, muy áspera. Cuando se la entregué me dijo que le gustaba porque era muy british. A la hora del brindis se me puso romántico. Fingí no oírlo, le dije que tenía prisa y me bebí la sidra de un jalón, como si fuera un vaquero insolado que llega a una cantina.

En el estacionamiento me encontré a varios compañeros que del trueque de obsequios pasaban al de besos y caricias. Sentí deseos de saber cómo besaría Juan Manuel. Pensé que con suerte iba a saberlo al siguiente diciembre, o sea este. No hay la mínima posibilidad de que satisfaga mi curiosidad: en la oficina no tendremos intercambio de regalos.

El grupo

Los años pasan y, como es natural, cambian las personas y las costumbres. Por eso me sorprende y me alegra tanto que mis compañeras de secundaria y yo sigamos reuniéndonos la primera quincena de diciembre, aunque con algunos cambios involuntarios y siempre bajo una condición: no hablar de cosas tristes.

Al comienzo de nuestras reuniones hacíamos cenas en los viejos restaurantes del centro, sumábamos el dinero disponible entre todas y elegíamos algún platillo muy condimentado y un vino barato o cerveza. Nuestras risas despertaban la curiosidad, y en muchas ocasiones, el disgusto de los demás parroquianos. Pero no cedíamos ni bajábamos el tono de voz cuando recordábamos nuestras aventuras estudiantiles.

Después del último brindis, salíamos a recorrer las calles que a todas nos recordaban cosas: nombres, encuentros, hechos insignificantes que convertíamos en hazañas. Luego nos abrazábamos para despedirnos con la promesa de mantener el contacto telefónico y acordar el nuevo punto de reunión, siempre en la ciudad antigua. Nos gustaba, entre otras cosas, porque la creíamos llena de fantasmas. Un reto.

En aquella etapa éramos nueve amigas. A veces, para revivir la costumbre escolar, nos hablábamos por nuestro apellido, como si estuviéramos pasándonos lista: Álvarez, Benítez, Fragoso, Hernández, Martínez, Olvera, Torres. La primera en no responder presente fue Lucila Torres. Llenamos su ausencia recordándola durante toda aquella noche y después, cuando ya un poco ebrias salimos a la calle, convocándola como si fuera otro fantasma.

Al cabo de algunos años las circunstancias de nuestra vida, los cambios en la ciudad antigua y sobre todo ciertos rumores, nos obligaron a cambiar nuestro punto de encuentro para la cita del siguiente diciembre. Tras una serie de conversaciones telefónicas elegimos un restaurante al sur de la ciudad. Tenía música en vivo que atormentaba nuestras conversaciones y optamos por otro y luego por otro hasta que dimos con este: tranquilo, fresco, silencioso.

A cada mudanza ha ido disminuyendo el número de asistentes a las reuniones. Ya somos nada más cuatro. Llegará el día en que sólo quede una. ¿Vendrá?