Opinión
Ver día anteriorMiércoles 17 de diciembre de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Revolución moral
M

éxico está hoy en el umbral de una revolución moral. Quisiera explicar por qué.

Cualquier proceso profundo de transformación social trae por fuerza una transvaloración profunda en el plano de la moral. Esto se debe a que la moral se construye siempre a partir de la costumbre –la moral es, en principio, una valoración positiva de la costumbre– y cualquier cambio importante de costumbres pide también cambios en la moral, y a veces incluso en los códigos éticos más formales de la vida institucional.

Así, en la Europa de los siglos XII y XIII se comenzó a avivar la vida urbana y comercial. La relativa prosperidad y lujo que existía en los nuevos burgos trajo consigo la proliferación del llamado pecado venial, o sea de pecados menores, porque se habían vuelto cotidianos. La usura, por ejemplo, o la gula o la lujuria. Se transformaron en pecados menores justamente por ser más cotidianos, menos importantes. Y por eso la religión se dedicó a administrar el pecado menor, e inventó para eso la doctrina del purgatorio, y con ella una compleja administración de misas, sufragios y penitencias, de modo que los fieles pudieran vivir dentro de su nueva cotidianidad y también dentro de la religión. La doctrina del purgatorio nació como un ajuste del cristianismo a una nueva prosperidad urbana.

El ejemplo no tiene nada de excepcional. Las grandes transformaciones sociales, los grandes cambios económicos, usualmente implican cambios de hábitos –tanto de hábitos íntimos como de costumbres públicas– y existe une relación directa entre hábito y moral, y entre moral y costumbre.

Por eso las grandes migraciones a Estados Unidos produjeron tanto furor y tanta invención en el plano religioso –la proliferación de cultos y de prédicas que se conoce en la historia estadunidense como el Gran Despertar ( Great Awakening) responde a las nuevas condiciones sociales de América para la población europea trasterrada. Una religión como la de los mormones no se explica sin referencia a la historia norteamericana del siglo XIX, por ejemplo.

Por su parte, el historiador británico Edward Thompson describió cuidadosamente la relación entre la revolución industrial y el auge del metodismo en Inglaterra, mientras la relación entre la masonería y el auge comercial en la cuenca del océano Atlántico del siglo XVIII es ampliamente conocida.

Por eso quizá no deba sorprendernos tanto que México experimente, hoy, presiones tan fuertes para una transformación en la moral pública y privada. Se puede decir, sin exagerar, que México es hoy una sociedad profundamente cambiada respecto de lo que era, digamos, en 1970 y que, en cambio, las instituciones de representación de México –las ideas de su clase política, de sus figuras mediáticas, de su intelectualidad– todavía no se ha adecuado del todo al cambio. No estamos acostumbrados todavía a pensar a México como un país tan fuertemente industrial como lo es (según el Financial Times, México produce más manufacturas que el resto de América Latina junta). Tampoco estamos acostumbrados a pensar en un país que tiene tanta población en Estados Unidos y Canadá. Ni en un país marcado por una ruralidad totalmente otra que la del campesinado de las primeras tres cuartas partes del siglo XX. Ni en un país que pasó ya por su transición demográfica… Son sólo algunos ejemplos de cambios sociales profundos, que implican nuevas costumbres.

La demanda de transformación moral se está sintiendo en primer lugar en relación con lo público, a la clase política, en primer lugar, pero también a la vida sindical, para el empresariado, y en la vida profesional. Hay en México hoy una demanda o, mejor dicho, una sensación difusa, pero muy palpable, que pide cambios hondos en la moral pública.

La gente que se interesa por la política usualmente piensa que cualquier discurso sobre moral pública es o bien ingenuo o bien demagógico. Desde los textos ya clásicos de Maquiavelo, estamos acostumbrados a pensar en la política como una actitud cuyo ejercicio se coloca, por la fuerza, por encima o aparte de la moral.

Y en buena parte Maquiavelo tenía razón. La política –al igual que la ciencia o el arte– se tiene que realizar con algo de independencia respecto de la moral cotidiana. El político tiene que saber ser amigo de su enemigo, y enemigo de su amigo.

Sin embargo, esto no significa que la política funcione afuera de la moral. (Sucede lo mismo con la ciencia y el arte; necesitan autonomía frente a la moral, pero no una exterioridad absoluta.) Las fantasías de la autonomía absoluta de la política frente a la moral son, a final de cuentas, delirios de sociópatas, tipo José Stalin, que viven solos como asesinos soberanos, sin hijos que conozcan de ellos el cariño de un padre, ni amigos que puedan reclamar amparo frente a sus impulsos purgantes.

México pide hoy moralidad en la política, y la pide ante una tradición política –la gran escuela del PRI, que formó también a buena parte de la izquierda mexicana– que se hizo al grito de que la moral es un árbol que da moras. Sólo que ese realismo de entonces –el pragmatismo asesino de un Álvaro Obregón o de un Gonzalo N. Santos– ya no funciona tan bien hoy.

Hoy los políticos tienen hijos que los repudian. Hijos que estudian en la Ibero o en el Tec o en la UNAM y que crean organizaciones como el #132. Hoy los políticos no encuentran respeto ni en público ni en sus casas. Ellos mismos requieren una revolución moral, simplemente para ser.