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Se necesitan dientes
D

e acuerdo con el índice de percepción de corrupción de Transparencia Internacional para 2014, México ocupa el lugar 103 de 175 países y está entre los 10 con deficiente calificación en América Latina. Es el último de los países de la OCDE, en un índice donde ser de los últimos, paradójicamente, significa ser de los primeros…en corrupción.

La corrupción tiene distintos niveles, actores y matices, pero su efecto es ineludible. En lo social se degrada la formalización de acuerdos necesarios para la convivencia. En lo político mina las instituciones, lesiona los espacios democráticos y genera desconfianza ciudadana. En lo económico encarece el valor de los bienes públicos, reduce la recaudación de impuestos, genera el desvío de recursos públicos. También acrecienta la desigualdad social, dejando lagunas en materia de bienestar y oportunidades para los grupos desaventajados, convirtiéndose en un tema de justicia redistributiva pendiente en la agenda nacional.

Como mexicanos convivimos con la corrupción desde la infancia. Incluso es probable que hayamos escuchado, atestiguado o participado en algún episodio de esta naturaleza: dar al policía para el chesco, llegar a un arreglo con el agente del Ministerio Público, o quizás pedir y entregar lo que sea su voluntad. Todas resultan expresiones ilícitas familiares, pero que, culturalmente, determinan la porosidad de las instituciones y la violación permanente de la norma.

A estas acciones se añaden otras de gran magnitud, el tráfico de influencias, el conflicto de intereses atribuibles a los favores políticos o empresariales, el amordazamiento –a veces autoimpuesto– de la libertad de expresión, y la corrupción de las instituciones públicas.

La característica más ominosa de la corrupción nacional reside en que los engranajes sociales e institucionales parecieran funcionar, en cierta medida, con base en actos de descomposición. De ahí la debilidad del tejido social e institucional del orden público, así como de la toma de decisiones en los tres niveles de gobierno y en los tres poderes de la unión.

¿Qué pasa con la justicia y el combate a la corrupción? De nueva cuenta sobran ejemplos: imagine a policías paseando a una persona para obtener información o dinero. Esta escena constituye el primer eslabón y la vía más sen­cilla por ser la menos rastreable. Sin papeleo no existe evidencia, pero sí un daño moral y a la norma que repite actores y circunstancias.

Desde luego, la cadena de corrupción se extiende a todos los ámbitos, arriesgando los bienes patrimoniales y simbólicos de las personas, incluyendo su libertad. Los eslabones de la cadena de administración policial y penitenciaria también desarrollan formas sofisticadas de corrupción. Verbigracia, las personas que visitan las cárceles saben muy bien que moneda tras moneda se abre la pesada puerta de hierro a la introducción de bienes que, en teoría, están prohibidos, hasta episodios de fuga por todos conocidos.

La procuración de justicia también está expuesta a las presiones y connivencias con el poder político, intereses particulares y grupos de poderes fácticos, como el crimen organizado.

Los poderes judiciales no están exentos de formar parte de los núcleos de corrupción que empobrecen la institucionalidad de nuestro país. Las y los jueces pueden oír y recibir ofertas de soborno, de favores o diversos tipos de presión a cambio de resoluciones que beneficien intereses individuales.

La justicia federal, en lo particular, no debe dejar claroscuros en materia de impartición de justicia ni de la transparencia de su administración que, aunque pareciera estar mejor blindada, pasa por la percepción de confianza en las instituciones y en los índices de corrupción nacionales.

El Índice de Confianza en las Instituciones 2014, publicado por Consulta Mitofsky, ubicó a la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) en el intervalo de instituciones con confianza media, pero en el décimo sitio general de un total de 17 instituciones evaluadas.

Si se asume esta posición como punto de partida, la relación con la corrupción se torna mucho más sofisticada, al igual que sus efectos institucionales. Sin embargo, es un área de oportunidad para proponer políticas que reduzcan los episodios de corrupción en el Poder Judicial de la Federación (PJF), dando a conocer los resultados de sus acciones a la opinión pública.

La vigilancia y disciplina de sus miembros son buen ejemplo de una institución dotada de mecanismos de escrutinio eficaces, pero es solamente el detonante para elevar una estrategia emanada del sistema judicial como referente de los equilibrios políticos de los tres poderes.

Una política judicial contra la corrupción debe pasar, en mayor grado, por la labor disciplinaria del Consejo de la Judicatura Federal (CJF), que cuenta con facultades y capacidades para vigilar el desempeño de la carrera judicial, así como la probidad y profesionalismo de quienes impartimos justicia. Este órgano, que formalmente es independiente del poder político, debe garantizar su independencia de los poderes fácticos y de las voluntades particulares incluso dentro de la estructura conformada por mujeres y hombres que, por principio, deben conocer a fondo el sistema judicial.

La experiencia del CJF puede y debe ser aprovechada en el fortalecimiento de la confianza y en la conformación del Sistema Nacional Anticorrupción, cuya creación se estableció mediante la reforma constitucional aprobada en mayo pasado. La Judicatura está convocada a participar en el comité coordinador con las diversas instancias estatales.

Al respecto, tomemos la palabra al Presidente de la República e impulsemos una reforma contra la impunidad, con la salvedad de que el motor en materia de justicia debe ser el PJF para evitar que instituciones no judiciales sean juez y parte en los dictámenes de las conductas constitutivas de delito.

La arquitectura organizacional debe crear nuevas instancias anticorrupción. De otra forma, las lagunas institucionales seguirán siendo un motivo de desconfianza ciudadana.

Para combatir la impunidad, que es a la vez base y resultado de la corrupción, se necesitan dientes. El sistema los puede generar, pero también hay que querer y saber usarlos, prescindiendo de temas políticos, alianzas o simplemente por temor a la exposición pública y mediática. Es un camino largo y por demás arduo.

En suma, si el Estado aplica sus leyes, la ciudadanía puede confiar en sus instituciones. Y si el Estado investiga y castiga a quien no las obedece, podremos confiar en que el camino es, si no el ideal ni el más breve, por lo menos el correcto.

*Magistrada federal y académica universitaria