Opinión
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La complacencia clerical, simonía y poder
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unos días de la llegada del papa Francisco a México, Aristegui Noticias y la revista Proceso han dado a conocer a la opinión pública una investigación periodística que narra cómo fue que Angélica Rivera logró anular su primer matrimonio religioso para poder casarse, posteriormente, con Enrique Peña Nieto, entonces gobernador del estado de México y ahora presidente de México. La investigación sostiene que el proceso de anulación del primer matrimonio de Rivera tuvo irregularidades emanadas de actos de confabulación clerical, en concreto la arquidiócesis de México es señalada. El reportaje incide en la visita del Papa porque en los documentos expuestos por los reporteros, consta que Francisco tiene conocimiento de esta trama de corrupción eclesiástica. El caso se entrelaza con abuso de autoridad de la arquidiócesis contra el sacerdote José Luis Salinas Aranda, a quien se le castiga indebidamente, porque pierde las licencias eclesiásticas, según el Tribunal Apostólico de la Rota Romana, uno de los tribunales de mayor jerarquía en la Iglesia. Aunque la respuesta de la arquidiócesis es que la anulación está bien fundamentada, diversos canonistas opinan lo contrario. Pareciera, entonces, que la responsabilidad recae en el tribunal eclesiástico local y en el canonista Alberto Pacheco Escobar, un clérigo conservador vinculado al Opus Dei. El vocero Hugo Valdemar quiere exculpar la responsabilidad del cardenal Norberto Rivera, al apuntar que en caso de irregularidades, el responsable es el vicario judicial Alberto Pacheco. Sin embargo, el canon 1420 del derecho canónico compromete al arzobispo en dichos arbitrajes ya que él forma parte de un solo tribunal. En suma, el reportaje indica a que las autoridades eclesiásticas complacieron la solicitud de la señora Rivera utilizando indebidamente artilugios y estratagemas canónicas para forzar la anulación de una boda eclesiástica, al parecer, debidamente realizada.

El caso tiene diversas y delicadas aristas. En primer lugar la complicidad de poderes que señala a la arquidiócesis como sujeto de diversas anomalías. La falta mayor es el mercadeado del sacramento del matrimonio para congraciarse con actores del poder. Se nos muestra con documentos, testimonios y revelaciones que estamos ante un penoso caso de comportamiento irregular por parte del clero mexicano que empaña no sólo la imagen de la Iglesia, sino los contenidos y autoridad moral del propio pontífice. Digámoslo de otra manera: hay una conducta de corrupción política y religiosa de la arquidiócesis. Recordemos que la corrupción es una patología que atraviesa todos los tejidos sociales de México, en especial sus élites, sean políticas o religiosas. Entre la jerarquía de la Iglesia y la clase política reina una peligrosa complacencia de favores y consentimientos subterráneos que hacen daño a una democracia dañada, porque dichas prerrogativas y concesiones se operan en rincones oscuros y a espaldas de la sociedad.

Existe una delicada tendencia de intercambios, apoyos y complicidades entre las cúpulas del clero con las del poder, sea empresarial o político. La doctora Soledad Loaeza sostiene que a partir de 1991, año de las reformas constitucionales en materia religiosa, la jerarquía católica ha descansado su posicionamiento social en el Estado. Es decir, sus iniciativas, agenda y sus incursiones públicas son soportadas y negociadas con la clase política mexicana. Dicho intercambio pareciera favorecer la conducción armónica de la sociedad así como la quimera que sostiene que con el respaldo de la Iglesia católica todo gobierno fortalece su legitimidad social. En realidad, ante falta de cercanía y aceptación popular, se opta por incorporar a la jerarquía católica como factor de gobernabilidad

En segundo lugar, hay un serio problema de fidelidad canónica y eclesial. Los afanes para congraciarse con el poder, tal como ocurrió con los procesos de Vicente Fox y Marta Sahagún, los actores religiosos caen en la mórbida simonía que tanto ha dañado a la Iglesia. Los testimonios marcan que el matrimonio católico entre El Güero Castro y Angélica Rivera fue debidamente realizado en la Iglesia de Fátima de la colonia Roma de la Ciudad de México el 2 de diciembre de 2004. Ni la misma Iglesia puede poner fin al sacramento del matrimonio, porque es un acto sagrado. A no ser que haya faltado un elemento esencial del matrimonio contemplado en el derecho canónico y, por tanto, no haya existido el mencionado sacramento. El acto de la nulidad o invalidación de un matrimonio en la tradición cristiana no es a capricho del juzgador ni del canonista. La Iglesia puede ejercer su autoridad en un proceso jurídico, ahí el tribunal eclesiástico se concreta a juzgar si el matrimonio en principio fue válido como sacramento.

El caso ya está en diversas latitudes del planeta. México se está convirtiendo en un foco de atención mundial y estas transgresiones serán nota. Si las irregularidades se confirman plenamente, la responsabilidad caería en el cardenal Norberto Rivera, quien pertenece a una generación ruda de actores religiosos. Los antecedentes no deben ser menospreciados. Sus mentores principales fueron nada menos que Marcial Maciel y Girolamo Prigione, quienes gozan del más absoluto repudio dentro y fuera de la Iglesia. A escala internacional, el cardenal Rivera tuvo el amplio soporte de Angelo Sodano, el poderoso secretario de Estado del papa Juan Pablo II. También hoy señalado como actor corrupto dentro de la maltratada curia romana. Además de los trabajos de Nuzzi y Fitipaldi, en el llamado Vatileaks II, está el trabajo de Jason Berry recogido en el espeso libro Las finanzas secretas de la Iglesia, que demuestra los millonarios beneficios que favoreció Sodano a su sobrino en las operaciones inmobiliarias que realizaron diferentes diócesis estadunidenses ante la necesidad de pagar indemnizaciones a víctimas de curas pederastas. Hay escuela, pero también consecuencias. Norberto Rivera con este gesto de congratulación, está arriesgando el sacramento del matrimonio y lo está llevando de manera innecesaria a un acto de Estado. Sigue abonando su propio desprestigio como un tobogán sin fondo; pero sobre todo involucra peligrosamente al mismo pontífice. No sólo lo implica, sino que lo deja en situación de vulnerabilidad durante su visita.