Opinión
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Aprender a morir

Dos aproximaciones

S

iempre es de agradecer que entre las toneladas de basura que produce anualmente, el cine comercial de vez en cuando aborde temas en teoría poco atractivos para el alelado gran público, como por ejemplo las vicisitudes y actitudes de los enfermos terminales ante la llegada más o menos próxima de su muerte.

Terminal es el enfermo de cualquier edad con un padecimiento avanzado, progresivo e incurable, sin respuesta a tratamientos, con síntomas intensos, un fuerte impacto emocional y económico en él o en su familia y con un pronóstico de vida inferior a seis meses, si bien a las definiciones convencionales les falta agregar: y con un amplio margen de ganancia para la industria de la salud, pública y privada, de ahí la oposición, abierta o velada, de autoridades civiles, sanitarias y religiosas –vaya trinca– al derecho de las personas a decidir una muerte digna.

Dos aproximaciones al tema de los pacientes terminales son Chronic: el último paciente, del mexicano Michel Franco, y Truman: una sonrisa a la vida, del catalán Cesc Gay, ambas con aciertos mejor revisados por los excelentes críticos de La Jornada pero que, como en las referencias cinematográficas anteriores, adolecen de fallas comunes: un esteticismo irreal y una entereza en los protagonistas que pudiendo ser eventualmente reales resultan exagerados, quizá porque el cine se ha dedicado a exaltar violencia y crimen más que a aproximarse, con idéntico realismo, a la muerte natural, tan inevitable como evitada.

David, el modélico cuidador de terminales en Chronic, es un homenaje a quienes por un salario y en ocasiones también por vocación acompañan, escuchan, soportan y asean a un enfermo crónico –de prolongada duración– o terminal. Pero son humanos, no máquinas de estar bien, y con frecuencia su solidaridad se mezcla con los malos modos o el maltrato, lo que no ocurre en la película de Franco, cuyos terminales resultan demasiado higiénicos y serenos o si acaso con una mancha en el trasero. El cine aún no se anima a ofrecer escenas de enfermos revolcándose en sus propias heces o al aseo –esmerado o con asco– de unos cuerpos deformados y fuera de quicio.

Menos lograda, Una sonrisa a la vida retrata al personaje Julián, un Robocop de la terminalidad, afectuoso y estoico, descreído y entero, sin la menor reflexión sobre la muerte o un atisbo de espiritualidad laica. Más convincente resulta su mascota Truman, un mastín inglés.