Editorial
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Al Baghdadi: muerte dudosa, vía equivocada
E

l Observatorio Sirio de Derechos Humanos, una fuente a la que los medios occidentales suelen atribuir gran credibilidad, afirmó ayer que es un hecho confirmado la muerte de Abu Bakr al Baghdadi, autoproclamado califa del Estado Islámico (EI). La organización con sede en Londres dijo que el deceso de Al Baghdadi habría tenido lugar en la provincia de Deir al Zour, al este de Siria. Por su parte, el comando central del ejército estadunidense señaló escuetamente que no tiene un informe operativo que lo confirme. Para mayor confusión, el mes pasado el gobierno ruso informó de la posible muerte de Al-Baghdadi en el curso de un bombardeo de sus aviones sobre la ciudad de Raqa.

Se confirme o no, la noticia da pie para reflexionar sobre las figuras que Estados Unidos y Occidente han convertido en sucesivas depositarias de la condición de máximo enemigo.

En los años 80 del siglo pasado se gestó el liderazgo de Osama Bin Laden en el contexto de la intervención estadunidense en Afganistán, país que había sido invadido por las tropas de la disuelta Unión Soviética. Las facciones antisoviéticas armadas y financiadas por Washington fueron abandonadas a su suerte y se convirtieron, en menos de una década, en el núcleo de Al Qaeda, una organización integrista y extremadamente violenta que a la postre se volvió contra sus benefactores y protagonizó los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington.

No pasó mucho tiempo antes de que la administración de George W. Bush inventara que Saddam Hussein –quien a su vez fue activamente respaldado por Estados Unidos en la guerra entre Bagdad y Teherán– patrocinaba el terrorismo antioccidental, y con ese pretexto invadió y destruyó Irak, depuso a Saddam y lo entregó a sus enemigos políticos internos para que lo ahorcaran.

Fue en el contexto de la ocupación estadunidense de Irak cuando se gestó el actual Estado Islámico; concretamente, en el campo de prisioneros de Bucca, donde las fuerzas de Washington cometieron atrocidades semejantes a las de Abu Ghraib y en el que, según admitió años más tarde el general David Petraeus, por entonces jefe de la coalición militar ocupante, algunos integristas antiestadunidenses se radicalizaron hasta el grado de calificar a Al Qaeda de conciliadora y organizaron una universidad para entrenar terroristas en nuestras propias instalaciones. Al Baghdadi fue internado en ese campo de concentración en 2004 y allí se vinculó con Haji Bakr, Abu Muslim al Turkmani, Abu Qasim y otros que habrían de convertirse en cabecillas del actual EI.

Esos y otros presos impulsaron el surgimiento de una nueva organización, bautizada Estado Islámico de Irak y Siria (ISIS, por sus siglas en inglés), la cual rompió definitivamente con Al Qaeda en 2014, año en el que Al Baghdadi proclamó su califato con capital en Mosul.

Uno de los factores del rápido crecimiento de esa facción fue la destrucción, impulsada por Occidente, del régimen de Muammar Khadafi en Libia. Independientemente del juicio que merezcan los derrocados y ejecutados ex gobernantes de Bagdad y de Trípoli, sus regímenes desempeñaron un imprescindible papel en la contención del terrorismo fundamentalista en Medio Oriente y sin ellos los grupos armados de inspiración integrista se expandieron y multiplicaron.

Con esos antecedentes en mente resulta inevitable considerar que la presunta muerte de Al Baghdadi no modificará gran cosa el escenario bélico y político de la región. El EI se encuentra ya debilitado a causa de los fuertes golpes rusos y occidentales, sus consiguientes pérdidas económicas y territoriales, y posiblemente termine por extinguirse; no así los rencores históricos –justificados, en buena medida– que le dieron origen. Pero la violencia fundamentalista seguirá, se ahondará y encontrará otras expresiones, a menos que Estados Unidos y sus aliados logren entender que tal fenómeno es reflejo y resultado de la vieja violencia colonialista de Occidente, y actúen en consecuencia.