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La invención del descubrimiento
E

l 12 de octubre pasado transcurrió, al igual que hace ya tantos años, como una fecha inadvertida. Muy lejos quedaron ya, para bienestar de la memoria de las generaciones actuales, los discursos, las celebraciones y los rituales que durante más de seis décadas rodearon al Día de la Raza, desde que pasó a ser parte del calendario de conmemoraciones oficiales en 1928. Fue el presidente Hipólito Irigoyen en Argentina el que en 1917 decretó por primera vez a la fecha del arribo de Colón a la isla de San Salvador como un emblema de Estado (la fecha se celebraba desde el siglo XIX entre inmigrantes europeos, como lo ha mostrado Miguel Rodríguez en Celebración de La Raza, Universidad Iberoamericana, 2004), en el que se vindicaba el inicio de la conquista como el absurdo acto de fundación de una amalgama entre el mundo europeo y el Nuevo Mundo.

En México, la historia de la conmemoración, siempre anclada en las serpentinas escolares y las banderitas de las naciones latinoamericanas, y que se prolongó hasta principios de los años 90, reitera la noción de Irigoyen, aunque con una impregnación nacional: la idea del descubrimiento de América fijaría el sentimiento de que el corazón de la nación se hallaría en el dedicado criollismo de sus élites para eximir el mundo indígena de los avatares de la modernidad. Una discurso entre chusco y vacío, anclado en la épica de la invención de una figura absolutamente extraña: el mestizo/el mestizaje. Una figura, como lo ha dicho con toda certeza Federico Navarrete, que codifica el centro del ostracismo racial actual: El mestizaje es una idea racista. Deseamos el blanqueamiento de los indígenas, pero jamás la indigenización de los blancos.

Fue el historiador Edmundo O'Gorman el que mostró por primera vez los hilos profundos que hacían del término descubrimiento la metáfora de una negación ostensible: no se puede descubrir lo que ya existe. Al Nuevo Mundo no se le descubre, se le conquista. Y para legitimar la conquista, se le otorga una nueva paternidad en la fabulación del nombre de América. La tesis de O'Gorman es doble. No se descubre a América sino que se le inventa. Y con ello, se inventa el concepto mismo de descubrimiento. O'Gorman tuvo la enorme sensibilidad de percibir la emergencia de una nueva codificación histórica que se hallaba en ciernes desde los años 60. Y a su vez, el texto de La invención de América habilitó esta nueva sensibilidad. Como lo muestra con mucho detalle el texto de Carlos Álvarez, Constelaciones de América (Tesis de licenciatura, UNAM, 2017).

Ya a principios de los 80, el nacionalismo historiográfico percibió la falibilidad de la noción de descubrimiento. Entonces apostó a otra formulación, acaso más endeble –e ideológica– que la primera: el encuentro de dos mundos. Durante el V Centenario la discusión entre O'Gorman y León-Portilla se centró en el debate: ¿conquista o encuentro entre dos mundos?

O'Gorman fue exhaustivamente elocuente. No es posible no hablar de una conquista si se piensa en la devastación humana que trajo consigo la invasión española. Más aún: relegar el término de conquista, significa omitir el concepto que hace posible fijar las coordenadas de una historia que se libere de la teleología que ocupa la sombra de España en la escritura de nuestra historia.

No fue sino hasta las movilizaciones que siguieron a la rebelión zapatista, la cual destituyó la antigua noción remisa de lo indígena, –movilizaciones que en cierto momento llegaron a intentar derribar la estatua de Colón–, que el Día de la Raza empezó a entrar en el olvido –o mejor dicho: en el abandono, en la despedida– en el imaginario nacional.

Y sin embargo, es una despedida que no acaba de tener su correspondencia en las ediciones de los libros de texto gratuito que se distribuyen en los salones de clases hasta la fecha. Todo lo contrario, la versión oficial de esa historia, administrada y codificada por la SEP, insistirá durante tres décadas en el oxímoron del encuentro de dos mundos, como lo detalla la investigación de Carlos Álvarez. En la edición de 1988, el capítulo correspondiente a la conquista, se ha sublimado en: El encuentro de dos pueblos. Una cultura distinta al otro lado del mar. En la edición que fue vigente hasta 1999, se escribe: “Colón creyó que había llegado a Asia. Quizá nunca sospechó que había logrado el encuentro de dos mundos…”. En la edición que se distribuyó hasta 2009, el mismo apartado correspondía a: El encuentro con un territorio imprevisto: América. Y en la que se leyó entre 2010-2014, se omite ya la noción de descubrimiento, aunque la conquista y la evangelización siguen apareciendo como actos fundacionales.

En cualquier cultura, la escritura de la historia responde no sólo a las proyecciones que el presente se hace sobre el pasado, sino que forma un horizonte de intelegibilidad donde el pasado y el futuro cobran un espacio común de subjetivación. Fijar a una conquista que acabó por ser devastadora y finalmente falible como uno de sus puntos de origen, es convertir a la historia en una narrativa de la resignación. Alguien debería retomar la discusión sobre el vacío que los libros de texto guardan frente al debate historiográfico actual.