Editorial
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Uribe: esperanza de justicia
E

l ex presidente de Colombia Álvaro Uribe Vélez (2002-2010) se convirtió en la primera persona en ocupar ese cargo que es procesada por los tribunales. Hace casi cuatro años, ya se había hecho acreedor al dudoso título de primer ex mandatario colombiano al que se le dictó arresto domiciliario. Paradójicamente, lo que lo colocó en el banquillo no fueron los crímenes de lesa humanidad de los que se le acusa, sino un intento de venganza contra el senador Iván Cepeda: Uribe intentó que su histórico rival fuera enjuiciado por el supuesto delito de manipulación de testigos, pero en el transcurso de las indagatorias salió a la luz que quien más probablemente cometió ese ilícito fue el máximo dirigente de la ultraderecha colombiana.

Cepeda y Uribe se ubican en las antípodas de la política del país andino-caribeño: mientras el primero ha sido un impulsor decidido de la paz y un reconocido defensor de los derechos humanos, el segundo construyó su carrera lucrando con la guerra, la cual azuzó a fin de cohesionar a su base electoral y crear un clima de miedo en el que la democracia y el diálogo eran vistos como signos de debilidad. De la misma manera en que Felipe Calderón inventó la guerra contra el narcotráfico para desviar la atención de su falta de legitimidad, Uribe explotó el añejo conflicto interno con el propósito de desacreditar al conjunto de la izquierda y aniquilar (en el sentido literal de la palabra) toda resistencia a los abusos de grandes terratenientes, empresas mineras y otras corporaciones cuya riqueza se basa en el expolio de recursos naturales y el despojo a los pueblos indígenas y campesinos.

Si Calderón presumía el exterminio sin juicio de presuntos delincuentes como una muestra de que su administración iba ganando la guerra contra los cárteles, Uribe instituyó premios en metálico y en especie para los militares que presentasen cadáveres de guerrilleros. Además de ser en sí misma una violación flagrante de los derechos humanos y una degradación de las Fuerzas Armadas, dicha política abrió paso al horror de los falsos positivos: con tal de cobrar los macabros estímulos, la tropa asesinaba a campesinos indefensos, los disfrazaba para hacerlos pasar como integrantes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) o del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y los presentaba ante sus superiores.

El caso de Uribe alumbra las razones por las que la Suprema Corte de Justicia, afín a las derechas, retrasó hasta donde le fue posible el nombramiento de Luz Adriana Camargo al frente de la Fiscalía General de la Nación, instancia que había obstruido sistemáticamente la justicia a favor del ex mandatario. La llegada de la nueva fiscal representa la esperanza de poner fin a la impunidad y los pactos mafiosos construidos por el conservadurismo que gobernó a Colombia hasta hace dos años. Camargo ha sido distinguida por su lucha contra la corrupción y la parapolítica, la simbiosis entre la ultraderecha institucional y los escuadrones de la muerte contrainsurgentes financiados por empresarios y terratenientes, mucho tiempo tolerados e incluso protegidos por el Estado, sobre todo en la Presidencia de Uribe.

Este personaje condensa los peores vicios de la derecha latinoamericana: mano dura contra movimientos sociales, sumisión servil ante Washington, obsesión privatizadora, complicidad con o directa pertenencia a oligarquías sanguinarias, desprecio por la suerte y la vida de los pobres, populismo punitivo, uso efectista de la violencia de Estado y concepción de la política como oportunidad de negocios. Por ello, la importancia de que Uribe finalmente rinda cuentas por una parte de las atrocidades que cometió o solapó trasciende a su persona y constituye una ocasión inapreciable para que la sociedad colombiana cierre un capítulo de su historia marcado por la cerrazón a procesar en términos democráticos las grandes desigualdades que la agobian.