Juárez, si recogiéramos
la íntima estrata, la materia
de la profundidad, si cavando tocáramos
el profundo metal de las repúblicas,
esta unidad sería tu estructura,
tu impasible bondad, tu terca mano.
Quien mira tu levita,
tu parca ceremonia, tu silencio,
tu rostro hecho de tierra americana,
si no es de aquí, si no ha nacido en estas
llanuras, en la greda montañosa
de nuestras soledades, no comprende.
Te hablarán divisando una cantera.
Te pasarán como se pasa un río.
Darán la mano a un árbol, a un sarmiento,
a un sombrío camino de la tierra.
Para nosotros eres pan y piedra,
horno y producto de la estirpe oscura.
Tu rostro fue nacido en nuestro barro.
Tu majestad es mi región nevada,
tus ojos la enterrada alfarería.
Otros tendrán el átomo y la gota
de eléctrico fulgor, de brasa inquieta:
tú eres el muro hecho de nuestra sangre,
tu rectitud impenetrable
sale de nuestra dura geología. No tienes nada que decir al aire,
al viento de oro que viene de lejos,
que lo diga la tierra ensimismada,
la cal, el mineral, la levadura.
Yo visité los muros de Querétaro,
toqué cada peñasco en la colina,
la lejanía, cicatriz y cráter,
los cactus de ramales espinosos:
nadie persiste allí, se fue el fantasma,
nadie quedó dormido en la dureza:
sólo existen la luz, los aguijones
del matorral, y una presencia pura:
Juárez, tu paz de noche justiciera,
definitiva, férrea y estrellada.
|