Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 7 de octubre de 2007 Num: 657

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Dos relatos
AURA MARTÍNEZ

De pronto
NIKOS KAROUZOS

Emmanuel Mounier: la acción con sentido y la revolución
BERNARDO BÁTIZ VÁZQUEZ

Inés Arredondo y la perversión
ALFREDO ROSAS MARTÍNEZ

Los Ángeles
AGUSTÍN ESCOBAR LEDESMA

El spanglish: la frontera del idioma
ADRIANA CORTÉS KOLOFFON

Isla de bobos
ANA GARCÍA BERGUA

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Columnas:
Señales en el camino
MARCO ANTONIO CAMPOS

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

Cabezalcubo
JORGE MOCH

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA


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Isla de bobos*

Ana García Bergua


Ilustración de Juan Gabriel Puga

El teniente Raymond Scott y sus marineros luchaban por alcanzar la playa en que un grupo de mujeres y niños corría de un lado a otro, agitando unos trapos miserables para llamar su atención. El fuerte oleaje impedía al lanchón desembarcar en aquel atolón oscuro, rodeado de corrientes e infestado de tiburones: un negro castillo gótico de coral y roca perdido en el océano Pacífico, a más de mil millas de la costa mexicana. Mar adentro, desde el buque americano, el capitán Fogg y el resto de la tripulación hacían señales a los del lanchón de que mejor regresaran; aquella expedición, que por lo demás no estaba en su itinerario, podía ser peligrosa. Pero el teniente Scott porfió. Era importante averiguar qué les ocurría a aquellas personas, así que no hizo caso a las indicaciones del barco, el cual comenzó a retirarse. Calaba el sol de mediodía, las corrientes podían volcar la embarcación, pero aquellos marineros eran avezados: a la 1:30 del mediodía de aquel 18 de julio de 1917, la lancha venció al oleaje y desembarcó en la playa de la isla de K.. El teniente Scott, el doctor Rosenberg y los marineros se encontraron por fin con esas mujeres y sus niños desarrapados, todos jubilosos y angustiados a la vez, gritando y hablando al mismo tiempo. Una de ellas, una mujer blanca con las ropas manchadas de sangre, se encontraba completamente trastornada y en la mano derecha blandía un cuchillo, con el que se echó encima de los marinos; el teniente Scott le detuvo la mano con firmeza y le quitó el arma. Entonces la mujer se desmayó en sus brazos. Las otras mujeres se pescaban a los uniformes de los marineros y señalaban el faro en lo alto de la isla, diciendo algo en español. El teniente Scott pidió al doctor que atendiera a la señora y se dirigió al faro. En el camino pudo apreciar lo que había sido una pequeña colonia, sus construcciones muy dañadas por el sol y las tormentas, algunas palmeras, restos de algo que semejaba una fábrica, rieles y trozos de metal muy oxidados, y entre tanto abandono, adentro de las casas, objetos de la civilización: muebles, herramientas, libros, enseres domésticos. Cruzó la isla poblada de aquellos pájaros grandes, blancos y negros, de los que llaman bobos, pues no se espantan al paso de la gente; rodeó una laguna estrecha y profunda, cuyas aguas olían a azufre, y después trepó por las escalerillas que conducían al fanal, construido sobre un montículo de rocas. Junto al faro alimentado con aceite, en la cabaña del guardafaros, se encontró con una mesa y unas cuantas sillas caídas en desorden. Sobre la duela, en medio de un charco de sangre, yacía el cadáver de un negro con la cabeza destrozada. De repente, el teniente Scott escuchó un ruido. Al voltear hacia la puerta, alcanzó a ver a un niño como de ocho años que cargaba una pesada lata con petróleo. El niño abandonó la lata en el suelo y escapó rocas abajo con agilidad.

Cuando Scott bajó a reunirse con sus hombres, la señora del cuchillo se había tranquilizado un poco. Era la única que hablaba inglés, y de manera entrecortada había explicado al doctor que eran las últimas sobrevivientes de la guarnición mexicana que cuidaba la isla de K. Se llamaba Luisa, era la esposa del comandante de aquella guarnición, el capitán Raúl Soulier, quien había fallecido junto con sus soldados al lanzarse al mar a buscar ayuda en una lancha improvisada. Con las mujeres y los niños quedó sólo el guardafaros, el cual abusó de ellas y les infligió violencias hasta aquel mismo día en que lo acababan de matar con un martillo. Por último, la señora Luisa le suplicó que los llevaran en el barco, que no los abandonasen ahí.

Frente a esas pobres mujeres con sus niños renegridos de sol y vestidos con harapos, el teniente Scott se sintió profundamente conmovido. Era impresionante pensar en la coincidencia de que el mismo día en que ellas se hacían justicia, el buque se desviara de su curso y él se dirigiera en la lancha hacia aquella isla con la sola finalidad práctica de probar las luces del barco. Algunas casualidades podían resultar sobrecogedoras, abismales. El teniente Scott era un hombre profundamente religioso, y vio en todo ello la mano de Dios, a quien agradeció el haberlo enviado a aquel lugar perdido a mitad del mar. A lo lejos, el barco le seguía enviando sus señales; era urgente que regresaran; arreciaba el oleaje y en un rato más sería imposible salir de allí. El teniente dio a las mujeres una hora para que reunieran sus pertenencias y las llevaran al lanchón, mientras el doctor se ocupaba de revisar a los niños. Raymond Scott, por su parte, pensó que, puesto que el destino lo había elegido para rescatar a estas personas, debía terminar bien el trabajo. Pidió a dos marineros que lo acompañaran a la cabaña del guardafaros. Al llegar, apartó la mesa y levantó el cadáver del negro por los pies. Sujétenlo por el otro lado, les indicó. Los marineros, Parker y Holligan, todavía sorprendidos por el hallazgo, tomaron con asco al negro por los hombros —parte de los sesos se habían salido, el rostro convertido en una masa rojiza— y ayudaron al teniente a trasladar aquel bulto sanguinolento a una roca elevada que se alzaba sobre el mar. Lo que vamos a hacer será mi responsabilidad, dijo Scott. Que Dios lo perdone. Y entre los tres mandaron el cadáver de Saturnino a alimentar a los tiburones.

Cuando retornaron el teniente y los marinos al lanchón, mujeres y niños se encontraban ya apelotonados en él. Iban diciendo sus nombres, que el doctor anotaba: las mujeres, la señora Luisa Soulier de 29 años y su sirvienta Esperanza de 22, al igual que Martina Ramos, esposa de uno de los soldados fallecidos. De los niños, cuatro eran hijos de la señora Luisa: Gabriel, Lola, Lisa y Angelito, un bebé de poco más de un año; de Martina eran dos pequeños; los tres restantes, Juanita, Francisca y Luis, eran huérfanos de otros soldados muertos en la isla. A causa de las penurias que habían pasado, las mujeres se veían de mayor edad, y los niños, por el contrario, más pequeños. Presa de recuerdos e imágenes que la atormentaban, las manos temblorosas, la señora Luisa miraba a lo lejos con el ansia de partir ya de aquel lugar. Sólo faltaba Gabriel, su hijo mayor, el niño de la lata de petróleo. Enviaron por él y al poco regresó. Sin saber qué podría llevarse, había doblado pulcramente la bandera mexicana que ondeaba en la punta del faro y la traía enrollada a la cintura.

* Adelanto de la novela editada por Planeta en la colección Biblioteca Breve de Seix Barral.