Opinión
Ver día anteriorDomingo 26 de abril de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El peso de las horas

Mar de Historias
Án

gela está en el segundo piso del centro comercial. Tiene enfrente un reloj que marca las 6:30 de la tarde. La horroriza pensar que falta media hora para que llegue Elsa. En los buenos tiempos habría ocupado esos minutos en recorrer las tiendas y comprar alguna cosa para sus hijos o para Fabián. Si a los niños les gustaba que ella los sorprendiera con regalos, a su marido ese halago lo ponía eufórico.

La altera darse cuenta de que hace mucho tiempo no le obsequia nada a Fabián, y más aun la agobia que las cosas hayan cambiado tanto entre ellos. Siente el impulso de ir a algún departamento de artículos para caballero y comprarle una loción, una corbata, algo que lo estimule a cuidarse como antes de que perdiera su trabajo. Leyó en una revista que los hombres que viven esa experiencia tienen una sensación de desamparo mucho más profunda que la experimentada por mujeres en las mismas circunstancias.

Sin darse cuenta da tres golpecitos en el barandal. Aunque no sea de madera, esos golpes tienen que exorcizar el peligro de que a ella la despidan de la imprenta en donde se encarga de surtir los pedidos. Antes pensaba que su trabajo carecía de valor en comparación con el de Fabián –todo un ejecutivo en un bufete de cobranzas–; pero desde que a él lo cesaron le concede un valor enorme. Si no fuera porque ella cobra sus quincenas con regularidad, a estas alturas quizá se habría ido a vivir con toda su familia a la casa de sus padres.

Hoy sí les hablo, aunque sea tardecito, murmura llena de culpa por el abandono en que los ha tenido durante los últimos meses. Los rehúye con pretextos. No quiere inquietarlos diciéndoles que Fabián no logra encontrar empleo en ninguna parte.

Las campanas del reloj marcan las 6:45. Imagina a Fabián en la casa, vigilando que los niños hagan su tarea, enfrascado en una reparación menuda o revisando papeles viejos: todo con el único fin de matar el tiempo, sentirse menos oprimido y dependiente. Ángela recuerda que en la misma revista leyó el comentario de una experta en problemas de pareja: Los hombres que se sienten fracasados mientras que sus mujeres conservan su posición o avanzan, suelen caer en la apatía, la depresión y el alcoholismo. Muchos, por desgracia, se convierten en suicidas.

Ángela se arrepiente de haber citado a Elsa en el centro comercial en vez de haber ido del trabajo a su casa. Esperará unos minutos después de las siete. Si para entonces su amiga no aparece, tomará el Metro rumbo a la estación Viveros, allí abordará una micro y en pocos minutos más se encontrará con Fabián. La ilusión de verlo dura unos segundos y se convierte en un sentimiento de agobio que también la llena de culpa. Que no se me olvide llamar a mis papás, murmura.

II

–¿Hablando sola? –le pregunta Elsa a manera de saludo.

–No me di cuenta...

–Pues claro que no, si estabas en la Luna. Te saludé desde que venía subiendo las escaleras y tú ni en cuenta–. Elsa mira hacia el ventanal: –¿Viste? Ya se oscureció y hace ratito estaba el solazo tremendo.

–Dicen que es el calentamiento global.

–No lo dudo y lo peor es que uno ya no sabe cómo salir vestida de la casa. En fin… ¿Adónde se te antoja que vayamos?

–A cualquier sitio en donde podamos platicar. Hace siglos que no nos vemos.

–Conste que no fue mi culpa. Te he invitado mil veces a tomar un café y siempre me sales con lo mismo: No puedo. No quiero que Fabián se quede solo. ¿Por qué te decidiste hoy?

–Para dejarlo tranquilo un rato.

–O al revés.

–Las dos cosas– Ángela pretende reír. –¿Vamos a aquel café o prefieres otro lugar?

–El que sea, menos la zona de comida rápida. Me deprime, pero a Sergio le fascina. Ya lo conoces: siempre tiene urgencia de que le sirvan.

–¿Sergio está bien?

–Espero… Casi no nos vemos: sale a las seis de la mañana y regresa a las diez de la noche, pero tan cansado que al pobre no le quedan fuerzas ni para hablar, ya no digamos para lo otro–. Elsa adopta un gesto malicioso: –Le digo que si seguimos así, de nuevo voy a ser señorita. Es horrible que ya nunca tengamos tiempo para nosotros.

–No te quejes: Sergio conserva su trabajo.

–Pues sí, pero su patrón le está cargando mucho la mano. No nada más a él, a todos sus empleados. Como sabe que tienen miedo de quedarse en la calle, se aprovecha de eso para imponerles turnos muy largos. ¿Y Fabián?

–En la casa.

–Ya estarás contenta: recuerdo que antes te quejabas porque no le veías ni el polvo–. Entran en el café. –Mira, aquella mesita del fondo está muy bien para que platiquemos.

III

–Dos mokachinos, dos botellitas de agua y…– Elsa se vuelve hacia Ángela: –¿En serio no te animas con un pastel?

–No. Siento que estoy engordando.

–Me extraña, Ángela: nunca has sido de mucho comer.

–Ahora sí, por los nervios.

–¿Cuánto lleva Fabián sin trabajar?

–En mayo cumple un año. Y no es por su culpa. Me consta que ha buscado hasta por debajo de las piedras ¡y nada!– Ángela se lleva la mano a la frente: –Si esto se prolonga más tiempo me voy a volver loca.

–¡Cómo no! Sobre tí está cayendo toda la responsabilidad de los gastos–. Ve que los ojos de Ángela se humedecen: –¿Es eso lo que te preocupa o hay algo más? Cálmate, a ver: toma un poquito de agua.

–Estoy bien…– Ángela niega con la cabeza. –No, no es cierto. Me siento horriblemente mal porque estoy pensando en divorciarme.

–¿Qué?

–Es que no puedo más–. Ángela se enjuga discretamente las lágrimas. –Si hoy no hubiera venido a verte no sé qué habría hecho.

–¿Tienes problemas con Fabián, verdad?– Elsa medita antes de formular otra pregunta: –No es que quiera justificarlo, pero trata de comprenderlo si es que se está portando mal contigo.

–Te equivocas, es todo lo contrario: me trata muy bien, es más cariñoso que antes, me ayuda en la casa, pero… ¡me oprime!

–No me digas que ha empezado a celarte.

–No, para nada. Lo que sucede es que nuestro departamento es muy pequeño.

–¿Hasta ahora te vas enterando? Que yo recuerde, vives allí desde que se casaron.

–Pues sí, pero como él siempre estaba ocupadísimo yo tenía mucho tiempo para mí, para pensar, para hacer mis cosas. Ahora es muy diferente: Fabián ya no sale para nada, ni siquiera para buscarse otro empleo: lo hace por la Internet. En todas partes me tropiezo con él y eso me incomoda–. Ángela arquea las cejas:

–Supongo que a él le ocurre lo mismo que a mí.

–¿Te lo ha dicho?

–Indirectamente.

–¿No sería mejor que le hablaras claro?

–¿Para decirle que me estorba, que abarca demasiado espacio, que no me deja respirar? ¡Imposible!– Ángela inclina la cabeza con desánimo. –Debes creer que soy la peor persona del mundo, y con toda razón.

–No, te entiendo perfectamente; pero ¿no crees que eres demasiado drástica al pensar en el divorcio?

–A lo mejor… No sé. Estoy hecha bolas.

–¿Has comentado esto con alguien más?

—No, sólo contigo. Imagínate lo que sería para mis papás que les saliera con que voy a divorciarme–. Ángela suspira:

–Tengo que pensarlo muy bien. ¿Tú qué me aconsejas?

–Pues eso: que lo pienses por ti y por tus hijos, no sea que luego vayas a arrepentirte.

–Soy un desastre: todo el tiempo estoy triste y con ganas de llorar. Por más que trato de ocultarlo es inútil. Por fortuna creo que los niños no se dan cuenta, pero Fabián sí.

–¿Y qué dice?

–Pues que es su culpa por no tener trabajo.

–En cierta forma eso es verdad–. Elsa oprime la mano de su amiga: –Verás que cuando él consiga empleo todo volverá a ser como antes. Por eso sigue mi consejo: no te precipites con lo del divorcio… si es que todavía quieres a Fabián.

–Sí, más que a nadie. Reconozco sus cualidades y comprendo que difícilmente encontraría otro hombre como él.

–¿Entonces…? Ya empezaste a hablar, ahora no te calles. Desahógate, dime lo que piensas.

–En el ex jefe de mi marido: el licenciado Gálvez. El tipo ni siquiera se imagina que por una decisión suya mi matrimonio y mi vida entera están en crisis y yo me he puesto a reflexionar acerca de cosas en las que jamás pensé.

–¿En el divorcio y en qué más?

–En que mi departamento es excesivamente pequeño y me asfixia.