Opinión
Ver día anteriorMartes 16 de febrero de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Fujimori en Ciudad Juárez
C

omo jefe supremo de las fuerzas armadas de México Felipe Calderón no tiene visión ni definición de guerra ni criterios para avanzar o replegarse. Por ello, la violencia se inclinó hacia la guerra sucia, los escuadrones de la muerte y la negociación tras el terror. Ciudad Juárez, ya lo habíamos dicho, cada día se acerca más al genocidio.

Son tan oscuros los términos de esa guerra del Estado mexicano contra el narcotráfico –el cual representa una economía de 25 millones de dólares que se lavan anualmente en nuestro sistema financiero– que los reclamos centrales de la sociedad fueron para el jefe supremo del Ejército Mexicano y no para los criminales organizados a los cuales el gobierno les dio estatura paritaria de ejército a fin de justificar la violencia oficial ilimitada.

En la definición de esta guerra, la sociedad mexicana trata de mantenerse neutral para sobrevivir. No obstante, esto parecería parte de un modelo. Al comparar lo sucedido con el encono y odio de la oligarquía mexicana y fáctica contra la Venezuela de Hugo Chávez, resultó que lo más semejante a México no fue Chávez, sino Alberto Fujimori.

El sexenio de Vicente Fox y el de Felipe Calderón podría compararse con lo que hizo Fujimori de Perú entre 1990 y 2000. Macroeconomía, entreguismo y militarismo son para el caso de México y Perú características de gobiernos surgidas del hartazgo, a través de movimientos construidos por sectores desesperados, perversos globales, pobreza endémica y sin perspectivas. Ambas experiencias de gobierno abrieron las puertas a las oligarquías tradicionales para el regreso de la vieja clase política, retrasando y desprestigiando así los cambios necesarios para el país dada su incapacidad de transformación y evolución. Sus alianzas explícitas e implícitas terminaron haciéndose pragmáticamente cargadas a la siniestra.

La estabilidad macroeconómica en el caso de Perú y México no obedeció a una visión personal, sino a lineamientos impuestos desde los grandes centros financieros para impedir que las crisis nacionales se extendieran a otras regiones.

Ya en la última década del siglo XX, William Clinton hacía un llamado en la cima del superávit estadunidense para ayudar a sus aliados, en particular de América Latina, que habían aplicado medidas generadoras de pobreza para estabilizar sus economías de acuerdo con los intereses de Estados Unidos. De estas políticas hemisféricas se deriva la explicación de conductas en gobiernos como los de Carlos Salinas, Carlos Andrés Pérez, Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Carlos Menem, Felipe Calderón y Alberto Fujimori.

Para Fujimori, imbuido de las tradiciones del despotismo oriental, apoyado por Japón, las reglas económicas globales y el nuevo modelo de control social debían hacerse de manera ejemplar y utilizando toda la fuerza del Estado de manera ilegal. Tanto en México como en Perú, la impunidad de los señores de la guerra sucia se extendió a la corrupción, el narcotráfico y el crimen organizado. En Perú, neoliberalismo y militarismo fueron de la mano y ahora en México la tendencia es hacia allá, abarcando más y nuevos sectores.

El componente en el caso mexicano es sin duda la condición fronteriza y la migración. Por ello la población joven, cercada por las crisis, es la que aporta la mayor cantidad de víctimas involucradas, sea como muertos, presos o sicarios.

La incapacidad y la visión torcida para sustituir el viejo régimen abrieron la puerta a la descomposición actual que llevó al país a altos niveles de inseguridad y de violencia al definir el esquema como una guerra, dando con ello a quienes combate una dimensión que va más allá de lo delincuencial.

Si la violencia hubiese sido resultado de combates, y no de ejecuciones, supondría un enemigo coherente detrás. Pero como el hubiera no existe, se abre nuevamente la posibilidad de una política de ejecuciones extralegales por parte del Estado, que en el futuro podría llevar a Calderón como acusado de crímenes de lesa humanidad que ninguna instancia de derechos humanos en el país investiga.

Calderón se escuda hoy en el Ejército, como hizo Fujimori en Perú, lo cual tendrá graves consecuencias en el futuro y ha puesto en jaque la figura constitucional del Presidente como jefe supremo de las fuerzas armadas, al haber forjado con su estrategia un paramilitarismo en gran escala que antes sólo operaba en Chiapas.

Ciudad Juárez alcanzó a Felipe Calderón y la población, que debería estar agradecida, le reclama como responsable al caer la verdad de que en la ciudad con mayor presencia militar en las calles los sicarios pueden llegar armados y ejecutar impunemente. Dicen en Juárez que un retén del ejército siempre anuncia una ejecución cercana. En Ciudad Juárez está la prueba de que todo el aparato de inteligencia recién creado también ha sido fallido.

Felipe Calderón anunció que no habrá repliegue. Sus términos son de un militar obsesionado y por ello siembra las bases del juicio que deberá enfrentar, al igual que Fujimori.