Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 11 de julio de 2010 Num: 801

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

El águila y el escorpión
AUGUSTO ISLA

Dos estampas
MAURICIO QUINTERO

De princesas promiscuas
y malhabladas

ADRIANA DEL MORAL

Un intercambio con
Alejandro Aura

JULIO TRUJILLO

“Vivir no fue cumplir un requisito”
EDUARDO VÁZQUEZ MARTÍN

Kapuscinski con un fusil
al hombro

MACIEK WISNIEWSKI

Agua estancada déjala correr
RAÚL OLVERA MIJARES entrevista con MARYSOLE WÖNER BAZ

Leer

Columnas:
Señales en el camino
MARCO ANTONIO CAMPOS

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
Núm. anteriores
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UN ENFÁTICO “YA”

JOSÉ MARÍA ESPINASA


Sonetos para cuando ya se va uno a morir,
Alejandro Aura,
Ediciones Sin Nombre,
México, 2010.

Es probable que cuando el lector tenga en su mano el libro que hoy presentamos, Sonetos para cuando ya se va uno a morir, les pase lo siguiente: el título provoca, sobre todo entre los que conocen la circunstancia en la que fue escrito, un estremecimiento interior y una confusión al decirlo en voz alta que nos lleva a suprimir el enfático “ya”. Como una especie de autodefensa, pues la rotundidad de ese “ya” nos pone incómodos, por más que al rehuir el gerundio, manifestación del tiempo, el “ya” evita las inflexiones melodramáticas del muriendo sorjuanesco. El afirmativo “ya” del título está puesto con la sabiduría de un escritor que sabía insinuar paradojas e intuye el desconcierto de su lector. Hay quien diría que ese “ya” es una muestra del valor de aceptar la muerte. Yo creo que no; es la muestra del valor de no aceptarla, pues es –así lo pienso– inaceptable; en cambio la expresión “vivir la muerte” por más transparente que sea no deja de ser una paradoja.

Los que siguieron a Alejandro Aura como escritor saben que tenía un oído privilegiado, en buena medida gracias a su oficio histriónico, y que ese oído tan perspicaz estaba marcado por la conversación. Oía a su interlocutor pero también se oía a sí mismo, y eso provocaba a veces que se manifestara en una manera de ejercer ese oído un tanto laxa. Recuerdo que alguna vez se dijo que era difícil distinguir en sus lecturas públicas cuándo dejaba de hablar él y ya era el poema lo que escuchábamos. Pero si Aura tenía oficio de actor también lo tenía de poeta, y creo que a eso se debe que escogiera en esos años, que sabía finales, la forma cerrada del soneto. No recuerdo muchos sonetos en su lírica anterior; sí en cambio que le gustaba mucho decir los de otros en voz alta: Lope, Quevedo, Sor Juana, Darío, Nervo… sonetos chispeantes de gracia e intensidad que memorizaba con gran facilidad. Y después de leer este libro mi impresión es que Aura había descubierto un sentido clásico del verso: no escribía ya como si hablara, sino que hablaba como si escribiera, y a veces lo hacía en verso.

Se ha dicho que la forma del soneto es la medida de la libertad. Los sonetos van precedidos por un texto –“Agua”–tocado por la gracia, uno de esos poemas en los que me apoyo para afirmar el encuentro o reencuentro (siempre lo es) con el clasicismo. Hagan el ejercicio y verán que el soneto se oye de forma diferente, diría que con una escucha más atenta. Y es esa forma lo que autoriza a convivir a la gracia con el dolor.

Plantearé una pregunta concreta pero aplicada a un universo, si no abstracto por lo menos sí muy elusivo. En alguna ocasión Borges declaró que al siglo XX le estaba vedada la práctica del soneto y la del poema épico. Lo último me parece incontestable, tanto que los propios poetas abandonaron su práctica o la transformaron en parodia –los Cantos, de Pound o el Omeros, de Walcott entre los anglosajones, el Altazor, de Huidobro en español. Es probable que el destino de su envenenada hipótesis fuera el Canto general, de Neruda, y los experimentos vanguardistas de algunos de sus contemporáneos (Gerardo Diego, por ejemplo), pero también que el verso piensa y funciona de otra manera en nuestra época.

Lo curioso es que el soneto sí ha sido muy practicado en el siglo XX y no siempre con la mala fortuna que Borges señala. Incluso él escribió algunos notables. Si vemos la idea más allá de su aspecto coyuntural y circunscrito a filias y fobias, lo que queda claro es que la escritura del soneto en el siglo XX es una búsqueda de una voz perdida. El soneto del Siglo de Oro se oye maravillosamente, tintinea como un cristal muy fino. El del siglo XX anda un poco dando tumbos, suena pedregoso, tanto que algunos han transformado esa condición gutural en una cualidad. O incluso lo que es ante todo una forma sonora se vuelve una forma visual (recuérdese algunos “sonetos” de la poesía concreta brasileña), es decir, su rígida preceptiva no se oye sino que se ve.

¿Cuál es la razón de que una forma de extrema formalización sea a la vez un elemento de libertad? Intentaré una respuesta que me parece apropiada para explicar por qué Alejandro Aura escribió estos poemas con esa forma, misma que no habría parecido la apropiada para su verso. El soneto ha tenido un devenir culto en dirección extrema: la hipercultura tipo Poesía concreta, pero también en un sentido popular, por ejemplo el soneto de Renato Leduc sobre el tiempo, mismo que es muy conocido y cantado. Una prueba de fuego de los sonetos –en realidad de casi toda poesía de formas fijas– es si se pueden cantar. Pero el soneto, para un imaginario popular, es sinónimo de intensidad y apasionamiento. Aura, naturalmente, tiene más que ver con esta última tendencia: las rimas y el ritmo se deben oír más que leer, y por eso le importa menos el ripio que la gracia.

En el final del párrafo anterior utilizo la palabra gracia en un sentido más lato, aquel que dice de una mujer que es agraciada, no en la manera que la utilizan algunos pensadores religiosos como Simone Weil. La gracia es vuelo, es sonrisa. El soneto para Aura, poeta preocupado por la gracia, facilitaba el disimulo del dolor. Le permitía sufrir con elegancia y hacer un guiño a su lector: ojo, no sólo estás leyendo un poema sino un soneto. Así la frecuentación del soneto se practica como el ingreso a ese sabio club de los poetas que se las saben todas. La forma tan precisa, más que remitir a un tiempo antiguo, remite a una exclusión del tiempo, a un situarse ajeno a su transcurso. Jorge Cuesta, por ejemplo, quiso encontrar en el soneto una manera de la permanencia. Se me dirá que en cualquier forma fija hay esta intención, pero el soneto la tiene “acentuada”. Y justamente uno de los peligros de esa forma es que se oiga demasiado el acento, no tanto que aparezca un ripio sino un tam-tam monótono. Aura escogió hacer oír ese acento de la misma manera en que se oye su enfático “ya”, con una rotundidad curiosa, pero juguetona, histriónica, un “ya” que busca complicidad. Así son casi todos los sonetos barrocos, los de Sor Juana por ejemplo, que tienen destinatario e interlocutor. Así, Aura no es barroco en su léxico ni en su intención, pero sí en su actuación. El tiempo de morir es barroco, sin duda, y la enfermedad, en especial el cáncer, también lo es. Sin embargo, me parece que el asunto del destinatario es aquí complicado, pues no se trata de Juan Ruiz ni de la Condesa de Paredes o Sigüenza, sino del propio poeta. El énfasis del “ya” es un desafío a la muerte: mientras el poeta se oiga diciendo “ya me voy a morir”, es que no ha muerto, mientras lo oigan sus lectores ese “ya” es, como indica el lugar común, una llama viva.


LA VOZ DE ROSINA

RICARDO GUZMÁN WOLFFER


Desnudamente roja,
Rosina Conde,
Desliz ediciones,
México, 2010.

Rosina Conde ha publicado más de cincuenta libros, entre novelas, poemarios, teatro, cuentos,  ensayo, antologada y antologadora. Hablar de Conde es insistir en que la universalidad está a nuestro alcance y en que entre más local sea una historia, más entendible será en otras latitudes. Con libros emblemáticos de la literatura del estado de Baja California –no sólo tijuanense–, como El agente secreto, La Genara, Arrieras somos (premio Gilberto Owen 1993) y Como cashora al sol, Rosina ha defendido desde su trinchera particular la necesidad de hablar de lo inmediato para resaltar que eso mismo puede durar décadas y transregionalismos. Los reconocimientos recientes (municipal y estatal, al reconocerla como Creadora emérita, este año) apenas muestran el calibre de la literatura de Rosina Conde.

Desnudamente roja, el más reciente libro de Rosina, una reunión de ocho cuentos cortos, muestra una vez más cómo las problemáticas femeninas son iguales en todos lados y que, finalmente, la dificultad de tratar con el otro sexo, con la pareja, con los adversarios del amor y el acostón franco, es tan cotidiano como complejo. En voz de sendas mujeres, los cuentos de gran manufactura dan paso a la infancia y la madurez, sólo para evidenciar que en muchas ocasiones el peor enemigo está dentro de casa, en nuestra mente o a nuestro lado. Los textos de Rosina han evolucionado. Sus novelas suelen tener un dejo humorístico, pero resultan de una eficaz frialdad a la hora de diseccionar personajes y lugares; en cambio, Desnudamente roja da más pie al humor y a la sorpresa. Son textos escritos desde otro lugar de la propia vivencia, me atrevo a suponer, en la que Rosina revela cómo sus propios ojos dejan pasar más la alegría de vivir la experiencia, cualquiera que ésta sea, con el sexo contrario, que lo amargos que pueden ser los sinsabores de lidiar con las propias expectativas relativas a la pareja en turno (permanente o no).

En “Marcos”, vemos la dificultades que enfrenta la mujer que tiene un novio como de caricatura, con un cuerpo de fisicoculturista, perfecto para el nuevo milenio y sus adelantos sintéticos, que las otras mujeres buscan sin el menor recato. En la mirada prejuiciada de la novia está la sociedad entera, apenas capaz de asimilar que haya quien pueda ser de cuerpo perfecto como consecuencia del trabajo cotidiano. Y si eso se traduce en el deseo y sus caminos, Rosina obtiene un texto más revelador de lo que parece a primera lectura. Sus otros textos, también de la pareja y sus desencuentros (y de los maltratos y su venganza) no dejan de tocar el punto central: la pareja es la que queremos que sea, sea real o no.

Conocedora de las problemáticas fronterizas y de género, su voz ha sido identificada como una de las representantes de la feminidad analítica (varios de sus libros han sido motivo de tesis de maestría y de doctorado), cuando que en realidad es una voz literaria, sin adjetivos de género ni región, que sin duda debe ser leída.


¿LA VIOLENCIA COMO FICCIÓN?

RICARDO VENEGAS


Con rumbo desconocido,
Isaías Alanís,
Editorial Sigla,
México, 2010.

Con rumbo desconocido es un volumen que nos sumerge en la violenta cotidianidad de México; si José Emilio Pacheco afirma que “antes a Cuernavaca se le conocía como la ciudad de la eterna primavera, hoy es la ciudad de la eterna balacera”, lo dice con el sensor del que advierte los cambios sociales que hoy se asumen con la normalidad de la costumbre: muertos por secuestros, asaltos, ejecutados, torturados, extorsiones y una gama de violencia que antes sólo veíamos en el cine. “Es cierto porque es absurdo”, diría Carlos Fuentes, en México se ha permitido toda clase de atropellos en los que la sociedad civil es la pagana; por ello es saludable que la denuncia a través de la literatura se renueve y se vuelva a cultivar como en el XIX, cuando en las novelas por entregas se difundiera a personajes como El Zarco de Altamirano, el credo de los Bandidos de Río Frío de Manuel Payno, o bien, Los Plateados de tierra caliente de Pedro Robles, obras en las que se detallan las estrategias de los gandules de la época, así como el afán siempre presente de los personajes de ascender de nivel social a través de una vía fácil y rápida.

Separar, a través del discernimiento, la realidad de la ficción es una actividad interesante, ya que la narrativa de Alanís se encuentra estrechamente ligada a los parámetros de la realidad. Por ello sería injusto considerar ficción lo que ocurre cotidianamente en México. ¿Hasta qué punto nos hemos convertido en nuestros propios personajes?

Si Santiago Genovés explica la violencia desde la investigación antropológica, Alanís lo hace desde la óptica del escritor, abordando temas de doble filo que involucran a la sociedad civil de México. El estilo de Alanís, expuesto sin el uso de la puntuación a la que uno se acostumbra, no es obstáculo para una lectura fluida que nos acerca a sus personajes y a sus avatares. Incluso la poesía se asoma entre líneas para ofrecer una gama de narraciones que parecen tener la encomienda de reconstruir el momento original en el que ciertos hechos se desencadenan. El lenguaje es el de la calle, el que se escucha cuando uno camina por avenidas donde todos somos iguales –o deberíamos. A este oído fino para captar el habla popular hay que sumarle la enorme tradición que cultivó el gran Ricardo Garibay,  que con Alanís encuentra a uno de sus más dignos representantes. Desde un rumbo desconocido hay que celebrar la aparición de este libro cargado de blasfemia, riña, vitalidad, denuncia, tragedia, entrega, hedonismo y realidad.