Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 22 de mayo de 2011 Num: 846

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Una expresión humana
de Satán

Defensa de la poesía

Cuando ni los perros ladran
Víctor Hugo de Lafuente

Poema
Andreu Vidal

La ficción predetermina
la realidad

Ricardo Yánez entrevista con Dante Medina

El Jilguero del Huascarán, cronista musical de su tiempo
Julio Mendívil

Bob Dylan: un lento tren
se acerca

Antonio Valle

El inclasificable Dylan
Andreas Kurz

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


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Enrique López Aguilar
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La imagen desolada en la obra fotográfica
de Juan Rulfo (VIII DE X)

Creo entender las diferencias entre el narrador y el fotógrafo: si la tradición novelística mexicana puede remontarse a Los sirgueros de la Virgen sin original pecado, de Francisco Bramón; a Los infortunios de Alonso Ramírez, de Carlos de Sigüenza y Góngora; y a El Periquillo Sarniento, de José Joaquín Fernández de Lizardi, todos ellos autores novohispanos de entre los siglos XVII y XIX; si, como sugería el propio Rulfo, la novela tenía un pasado contra el cual se podía luchar, resultaba claro que en la narrativa mexicana era mucho más viable un trabajo subversivo que en el campo de la fotografía, no obstante que muchos escritores de la corriente nacionalista le parecieran admirables.

Si, como dijo el autor en los llamados Cuadernos de Juan Rulfo, “los novelistas de la Revolución continuaron escribiendo, excepto los muertos, como es natural; aunque ya no podían añadir nada a su estatura”, las palabras de Rulfo definen y oponen, por vía implicativa, las características de la tradición novelística frente a la fotográfica, que todavía era muy reciente en el México de entre 1940 y 1960. El somero pasado de daguerrotipos y estudios fotográficos en el siglo XIX, así como el carácter fundador de la obra de los hermanos Casasola, Guillermo Kahlo y Hugo Brehme (introductor de nuevas técnicas pictorialistas que lo convierten en el primer fotógrafo mexicano moderno y en el último representante de la vieja guardia decimonónica), cristalizó, apenas, durante la década de los veinte, cuando Edward Weston y Tina Modotti ayudaron a fundar en el país una idea novedosa de la fotografía como expresión artística, capaz de obtener formas muy expresivas con sesgos abstractos, en lugar de proseguir con la idea de la fotografía como crónica o registro de las personas y la sociedad.

En 1933 la breve estancia de Paul Strand ayudó a reforzar los nuevos caminos estéticos. De la doble influencia de Weston y Modotti contra la fotografía pictorialista procedieron Manuel y Lola Álvarez Bravo, Agustín Jiménez, Emilio Amero y José Pagés Llergo, pioneros de la fotografía moderna en México que prepararon el camino de Armando Salas Portugal, Manuel Carrillo y Kati Horna. Ante una tan breve tradición de treinta años, resulta comprensible que el trabajo visual de Rulfo se encontrara más ubicado dentro de la búsqueda y continuidad de caminos recientemente abiertos y explorados que en el interés de romper con ellos para abrir otros. Incluso en el repertorio de temas elegidos, Rulfo no sólo no se desentendió de una vertiente “antropológica” de la fotografía mexicana, sino que fue extremadamente fiel a sí mismo, ya que él siempre consideró que los espacios urbanos y su gente no le decían nada.

Con mucha calidad, sin que pretendiera hacer un trabajo convencional, Rulfo era respetuoso de las mejores convenciones epocales en materia fotográfica y se desenvolvía muy bien en ellas, hasta el punto de tocar sus límites y alcanzar de territorios visuales novedosos y abstractos a través de hallazgos arquitectónicos en los que, por ejemplo, las ruinas del muro de una casa podían asemejarse a una cara; o mediante un constante trabajo con las sombras proyectadas por objetos, animales y personas; o del claroscuro que, en algunas ocasiones, dejaba la imagen en blancos y negros netos, sin matices grisáceos, como María Félix, actriz. Él fue, además, un talentoso fotógrafo de cielos (filtro amarillo o rojo, contrastes matizados, mucho aire en la parte superior de la toma y, clic, una imagen imborrable para el espectador: en esos cielos no deja de apreciarse la admiración que Rulfo sentía por la obra cinematográfica de Sergei Eisenstein, y debe reconocerse que, tal vez, en ellos se encuentre “el punto más sutil de la abstracción en la obra fotográfica de Rulfo”, como piensa Juan Pablo Rulfo). Sin embargo, sus fotos solían ir a lo seguro: la línea del horizonte divide en dos el espacio (arriba, el cielo y las nubes; abajo, el agua, la tierra, las casas, los hombres); su ojo es experto y sugerente, pero no quiere ser del todo transgresor ni completamente abstracto, como el de Weston; sus personajes y motivos principales suelen quedar centrados en la toma pero –si bajo estas consideraciones– su ojo no fue muy “abstraccionista”,  tuvo el talento y la habilidad de encontrar los sesgos que convierten lo ramplón y cotidiano en descubrimiento mediante un “figurativismo” muy imaginativo y personal.