Opinión
Ver día anteriorJueves 14 de junio de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Política exterior de Estado
P

oco o nada han dicho los candidatos presidenciales en México acerca de las cuestiones de política exterior. Es comprensible ese silencio. Los temas internacionales no suelen incidir en las preferencias del electorado en México. Lo mismo ocurre en casi todos los demás países.

Curiosamente durante la actual campaña presidencial ha ocurrido algo en materia de política exterior que quizás no tenga precedente en nuestra historia: la aparición en una misma publicación de las posiciones en torno a temas internacionales de los tres principales candidatos. En su número más reciente, Foreign Affairs Latinoamérica recoge los ensayos redactados por los encargados de los asuntos internacionales de PAN, PRD y PRI.

La calidad de los ensayos no es pareja y es obvio que fueron redactados a la carrera. Sin embargo, son textos que resultan útiles para contrastar algunas ideas que la revista describe como propuestas para la próxima política exterior de México. Ese título tampoco es muy afortunado.

A veces pareciera que México no tiene una política exterior. Ciertamente México nunca ha tenido una política exterior de Estado. Por política exterior de Estado se entiende un comportamiento internacional acordado entre las distintas fuerzas políticas y con el apoyo de la sociedad civil. En una democracia la existencia de una política exterior de Estado se puede medir en función de la continuidad de dicha política durante administraciones encabezadas por partidos distintos.

En Francia, por ejemplo, hay un consenso nacional acerca del lugar de las armas nucleares en la política militar y exterior del Estado. Todos defienden la existencia y permanencia de la llamada force de frappe francesa. En el Reino Unido, en cambio, los partidos políticos difieren bastante en materia nuclear.

En Nueva Zelanda el Partido Laborista decidió hace casi 30 años que buques propulsados por energía nuclear o portadores de armas nucleares no podrían entrar en los puertos y aguas territoriales del país. Esa política es hoy una política de Estado, porque el Partido Conservador apoyó la legislación correspondiente.

En México existe una política de Estado en materia de desarme nuclear. Sorprende, por tanto, que en los trabajos presentados por los tres principales partidos haya apenas una tibia alusión al tema.

En el campo de los derechos humanos también podría decirse que hemos llegado a una política exterior acordada por todos los partidos. Pero aquí existe una brecha entre lo que abogamos en los foros multilaterales y lo que hacemos en casa.

Los ejemplos anteriores nos indican que no se llega a una política exterior de Estado por decreto. Tampoco se antoja posible consensuar una posición de antemano o en abstracto. Debe definirse dentro de un contexto específico.

Así ocurrió con la oposición de México a la proliferación de las armas nucleares. Esa política se definió a raíz del establecimiento de una zona libre de esas armas en América Latina y el Caribe. En otras palabras, se llega a una política exterior de Estado partiendo de una situación concreta, se define una posición general en función de un caso específico.

Lo que se debe intentar en los próximos años es ir afinando un mecanismo para definir una política exterior de Estado en ciertos renglones de interés nacional, empezando por la relación con Estados Unidos en la lucha contra el narcotráfico. Y aquí los candidatos señalaron en el debate del domingo pasado que están dispuestos a modificar el papel de las fuerzas armadas y cambiar la estrategia en contra de los cárteles del narcotráfico. Es obvio que buscan reducir la violencia, y para ello el Poder Ejecutivo tendrá que consultar con el Congreso y la sociedad civil. Desde luego que un cambio de rumbo en este caso incidirá en la relación con Washington.

Cabe señalar que la ausencia de una política exterior de Estado no fue óbice para que México se distinguiera en varios asuntos fundamentales y que hasta finales del siglo pasado gozara de cierto prestigio en los foros internacionales y regionales. Ese reconocimiento se debió en gran parte a una serie de posiciones que fue asumiendo en la Sociedad de Naciones en la década de los años 30 bajo la dirección del presidente Lázaro Cárdenas y de su representante en Ginebra, Isidro Fabela: su defensa de la República Española y su repudio a las aventuras de Mussolini en Etiopía y el Anschluss austriaco de Hitler; las gestiones de sus agentes diplomáticos tras la expropiación del petróleo en 1938; y su labor humanitaria al proteger a los exiliados españoles en la Francia ocupada.

Tras la Segunda Guerra Mundial, México participó activamente en la creación y consolidación de la ONU y, a escala regional, defendió a la OEA ante los embates de Estados Unidos.

Hacia finales de la década de los años 50 México ya figuraba entre los países que mejor interpretaban el verdadero multilateralismo. Empero, sus posiciones en los organismos internacionales, al igual que su política exterior en general, no obedecieron a un plan bien estructurado y mucho menos a un proyecto que pudiera calificarse de política de Estado. Fue más bien el resultado de una serie de intervenciones individuales de sus representantes en los foros internacionales. Ofrezco tres ejemplos:

Primero, las posiciones asumidas por México en el campo de la descolonización, una de las metas fundamentales de la ONU. Ahí se fue forjando un prestigio que se debió sobre todo a la pasión con que Eduardo Espinosa y Prieto defendió en los años 50 las posiciones anticolonialistas. No fue una política elaborada en la cancillería mexicana, y mucho menos en el gabinete presidencial. Sencillamente, un individuo supo plantear, y luego defender con ahínco, un punto de vista moralmente correcto.

Segundo, la ingente labor desarrollada en la década de los años 60 por un grupo de diplomáticos encabezados por Alfonso García Robles para establecer una zona libre de armas nucleares en América Latina y el Caribe. Aquí fue el esfuerzo tesonero de un individuo que en más de una ocasión tuvo que convencer a sus autoridades del valor de la empresa que se había emprendido. El resultado fue el Tratado de Tlatelolco, y el premio Nobel de la Paz para su arquitecto.

Tercero, el papel desempeñado durante varios lustros por los delegados mexicanos en las reuniones que en 1982 culminaron con la conclusión de la Convención de la ONU sobre el Derecho del Mar. Esos esfuerzos fueron guiados por Jorge Castañeda y Álvarez de la Rosa.