Opinión
Ver día anteriorDomingo 15 de julio de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Señor Lazhar
P

osiblemente el mayor desconcierto para los espectadores de Señor Lazhar (Monsieur Lazhar), sexto largometraje del realizador franco-canadiense Philippe Falardeau (El lado izquierdo del refrigerador, 2000), sea la manera en que reconoce en sus protagonistas infantiles la madurez intelectual y afectiva que comúnmente se les niega en muchas películas de corte hollywoodense. Desde las primeras secuencias los muestra directamente confrontados a un drama perturbador, el suicidio inexplicable de su maestra en el recinto escolar que frecuentan, pero sobre todo al muro de silencio que la dirección del plantel y los maestros erigen en torno a este episodio embarazoso.

La sorpresiva llegada de un inmigrante argelino al plantel y su solicitud de remplazar a la maestra fallecida exhibiendo aptitudes académicas impecables, excelente dominio del francés, un trato muy afable, y una enorme disponibilidad de tiempo, desconciertan y seducen a la directora, quien tarda poco tiempo en confiarle el nuevo cargo. El misterioso personaje carga consigo, sin embargo, un expediente secreto que compromete su reputación académica y su propia situación legal de inmigrante, pero también un carisma arrollador que pone de lado suyo las voluntades de sus nuevos colegas y en particular las de sus jóvenes alumnos. Es Bashir Lazhar (Mohamed Fellag), personaje cuyo nombre significa portador de buenas nuevas, quien sacudirá las certidumbres morales del plantel educativo, rompiendo los tabúes sobre la muerte, el duelo y la culpa, con el riesgo de perder su propia estabilidad profesional en el intento.

A partir de la obra teatral homónima de Évelyne de la Chanelière, el realizador recrea una atmósfera muy densa, con Montreal como fondo escénico invernal, para elaborar de modo perspicaz la crónica de un sistema público de educación básica sometido a restricciones singularmente opresivas. En este modelo de educación liberal priva la corrección política y la relación entre maestros y alumnos es difícil y delicada. Los maestros deben abandonar sus viejos hábitos pedagógicos y los alumnos recibir una enseñanza práctica que excluya una educación moral, pues ésta queda restringida a la esfera familiar. Por lo mismo se prohíbe toda reprimenda física (castigos corporales, un simple manotazo en la cabeza del alumno, una palabra altisonante), pero también cualquier manifestación de afecto seguida de un contacto físico. Un profesor confía consternado: Manejamos a los niños como si fueran un material radioactivo.

Este pragmatismo neoliberal (la educación en casa, la enseñanza en el colegio) deja de pronto moralmente desorientados e indefensos a los alumnos frente a una circunstancia tan trágica como el suicidio de uno de sus profesores. También los deja a la merced de los demonios irracionales de la culpa y la autoflagelación moral. Dos personajes, Alice (Sophie Nélisse) y sobre todo Simón (formidable Emilien Néron), únicos testigos oculares infantiles de la tragedia, soportarán, cada uno a su modo, el peso de una insólita responsabilidad moral. Únicamente el profesor Lazhar, el hombre marginal, políticamente acosado en su país de origen, será capaz de comprender la gravedad del dilema que agobia a sus alumnos, y tratará de resolverlo.

Las armas de Bashir Lazhar son harto convencionales y para la óptica de la nueva enseñanza liberal son incluso resabios de una vieja escuela. Se trata de recuperar los valores de la disciplina tradicional (las bancas en hilera respetando la jerarquía académica, y no la demagógica interacción que simula borrar las fronteras entre alumnos y profesores), de acudir a la rigurosa lectura de los clásicos (Balzac, La Fontaine) y corregir la escritura mediante el dictado, y no contentarse con reciclar y reordenar el cúmulo de informaciones que los alumnos se procuran por cuenta propia en Internet o en las redes sociales. Pero más que eso, lo que Bashir Bazhar pretende es recuperar en la enseñanza un fondo humanista menospreciado u olvidado.

La enorme sorpresa para los directivos de la escuela, y para no pocos espectadores en la sala de cine, es el modo tan natural con que alumnos muy jóvenes dan muestra de una madurez emocional insospechada. La película de Falardeau rinde tributo a esa inteligencia juvenil encadenando los episodios de manera sutil y coherente, despojándolos de toda carga melodramática inútil, concentrando la emoción en las miradas, los gestos furtivos, algún exabrupto verbal desesperado –el niño Simón debatiéndose entre el dolor y la indignación–, todo ello calibrado por una sobresaliente dirección de actores y una sensible pista sonora. Si la vieja disciplina escolar solía engendrar calamidades, Señor Lazhar muestra que los demonios ocultos de la enseñanza neoliberal pueden ser más inclementes e insidiosos. Una película notable.

Se exhibe en el complejo Cinépolis y otras salas comerciales.