Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Como chícharos en bandeja

B

ajo los argumentos de indebido uso de suelo y falta de permisos, desde hace cuatro meses la posible suspensión del taller fluye como un rumor. Uno de esos que alguien en la colonia pone a circular e inquieta a los asistentes al Centro de Manualidades Arcady. Excepto los domingos, funciona de ocho de la mañana a seis de la tarde en una vieja casa de San Rafael. Es de dos plantas. La propietaria del inmueble, doña Arcadia, ocupa la de arriba. En la de abajo se instaló el taller.

Se gestó a finales de l990, cuando a raíz de la viudez y el alejamiento de Ibrahim, su único hijo, a doña Arcadia empezaron a resultarle demasiado grandes las habitaciones y los pasillos. Me veo como chícharo en bandeja, le decía a Rosi, la enfermera solterona que se le presentaba una vez por semana para tomarle la presión.

Una tarde doña Arcadia ahondó su desahogo: Me siento muy sola. Aunque encienda la tele o mi radio me parece que estoy rodeada de silencio, me asusto y pienso en la muerte. Mire lo que son las cosas: yo que tanto me quejaba del ruido, hay ocasiones en que abro todas las ventanas para que entren los rumores de la calle, no me importa que sean cláxones o las barbaridades que dicen los mecánicos de enfrente; aunque, claro, para mí lo bonito es oír a los niños camino de la escuela.

La enfermera recordó que doña Arcadia había sido maestra y le sugirió que retomara esa etapa de su vida rentando su casa para un kínder. La posibilidad era interesante y emotiva pero doña Arcadia la desechó: Aunque estuviera a cargo de la directora y sus maestras, yo siempre viviría preocupada por los niños. Imagínese que alguno tuviera aquí un accidente. No, ni Dios lo mande.

Rosi pensó en una segunda alternativa: dividir la sala-comedor y montar allí talleres de manualidades para adultos mayores o no tanto. En la colonia abundaban los viejos. Desde la farmacia ella los veía echar migajas a las palomas, cabeceando en las bancas, pasearse hablando solos o en el mejor de los casos acompañados por un perro.

La idea era magnifica pero la perspectiva de pasarse horas en la delegación o en quién sabe qué oficinas haciendo trámites horrorizó a doña Arcadia. Para eso –dijo– tampoco estaba. Pero yo sí, aunque no creo que vaya a ser necesario. Usted no va a instalar los talleres en la banqueta sino en su casa, donde puede hacer lo que le dé la gana y no le estorba a nadie, afirmó Rosi con tal aplomo que convenció a su amiga.

II

A partir de esa tarde se hicieron más frecuentes las visitas de la enfermera a la casa de doña Arcadia. Rosi se pasaba la media hora que tenía para comer solucionando los problemas implícitos en la transformación de la casa. Su dueña no quería dejarse llevar por el afán de lucro pero creyó indispensable fijarles cuotas a los asistentes. De no hacerlo abrigarían sospechas de que tras su generosidad y su ánimo de darle vida a su casa ocultaba intereses perversos. Y además, lo que no cuesta no interesa.

Rosi sugirió imponerles a los talleristas pequeñas cuotas semanales. De ese modo, si en un momento dado les era imposible presentarse o simplemente dejaba de interesarles el taller, perderían menos que si las cuotas fueran mensuales. Doña Arcadia estuvo de acuerdo y Rosi se animó a redactar la lista de obligaciones que contraerían los inscritos: traer sus materiales, identificarse con su credencial de elector, aclarar si toman algún medicamento delicado, prescindir del lenguaje altisonante, apagar la luz y cerrar las llaves del agua después de ir al baño, mantener limpia el área de trabajo y –bien clarito y con letra más grande– abstenerse de subir a la planta alta.

Para doña Arcadia era obvio que Rosi tenía interés en dirigir los talleres pero, ¿bajo qué condiciones? La enfermera también fue directa al plantear su situación: necesitaba un sueldo por lo menos igual al que recibía en la farmacia. No era mucho pero doña Arcadia, con la pensioncita que le había dejado su marido y los pocos intereses en el banco, no estaba en condiciones de cubrirlo ni siquiera en una mínima parte.

La posibilidad de abrir los talleres se esfumó. Doña Arcadia se resignó a que su destino fuera, por el resto de su vida, el de un chícharo en una bandeja. Lo pensaba con frecuencia hasta que, baumanómetro en mano, Rosi sacó a colación el tema de los talleres y se confesó dispuesta a encargarse de ellos a cambio de lo que obtuvieran con las cuotas semanales. Al principio serían muy pocas pero luego, cuando el lugar se hiciera conocido, los ingresos iban a aumentar, y si no... Sus elucubraciones no llegaron más lejos, pero su entusiasmo se mantuvo intacto.

Doña Arcadia le suplicó a Rosi que viera las cosas con calma y continuara trabajando en la farmacia mientras analizaban el proyecto. Rosi dijo que no había más que pensar y, por otra parte, acababa de pedir la ayuda de su tía Esperanza. Pianista retirada por la artritis, durante años había trabajado en una escuela para sordomudos y era experta en manualidades. Además, con tal de mantenerse ocupada, no pedía sueldo. Se conformaba con que le pagaran los transportes.

Para impedir que doña Arcadia desistiera del plan, Rosi le confesó que la farmacia estaba a punto de quebrar y todo porque la doctora Martínez, responsable del negocio, había desterrado a los clientes con su mal humor. En voz más baja y en tono malicioso Rosi dijo que a la doctora le brotaban chispas por los ojos cuando alguna parejita iba a la farmacia para surtirse de preservativos cosquilludos, y peor si se los pedían comestibles y de sabores.

Doña Arcadia, que tantas veces había visto anunciados en la tele esos condones, al escuchar a Rosi se dio cuenta de lo mucho que había cambiado el mundo. La mejor prueba era que ella, siempre reacia a que extraños invadieran sus espacios domésticos, estaba a punto de permitirles la entrada a desconocidos y todo con tal de no sentirse como chícharo en bandeja.

III

Tuvieron que pasar dos años para que el taller se consolidara. Ha enfrentado épocas muy malas pero, gracias a la habilidad de Rosi y a los conocimientos de su tía Esperanza, sobrevive en condiciones aceptables. Entre hombres y mujeres, a la fecha son 20 los asiduos al taller. Algunos asisten para recordar los viejos tiempos mientras reproducen con hilos y papeles de colores las manualidades que aprendieron en su vida escolar y hoy consideran una posible fuente de ingresos.

Otros se inscriben para aferrarse a una rutina que le dé sentido a dos, tres, cinco horas de su vida; pero la mayoría de los talleristas acuden a la casa de San Rafael para abatir la soledad, tener con quién hablar, desahogarse de las hostilidades domésticas que padecen y los segregan de sus familias, o simplemente para que alguien los salude y pronuncie su nombre.

Si lo que hace cuatro meses era sólo un rumor se convierte en realidad, el Centro de Manualidades será clausurado. A partir de ese momento 20 hombres y mujeres se sumarán a los millones de personas que ya se sienten como chícharos en bandeja, extraviados y solos en un mundo en donde imperan la violencia, el temor, el ruido, la basura, la soledad, los antros y las cervecerías.