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Aviones de Assad devastan suburbios ocupados por los rebeldes

El número de muertos sigue creciendo
The Independent
Periódico La Jornada
Sábado 21 de septiembre de 2013, p. 22

Damasco, 20 de septiembre.

Mientras los Mig pasan como ráfagas sobre Damasco, dos policías de tránsito –sudando en sus cascos blancos por el calor de este día de otoño– colocan boletas de infracción en autos estacionados en doble fila, cerca del río Barada. Más de 100 mil muertos –unos miles más o menos, si uno cree en las estadísticas–, y ellos todavía poniendo multas.

Tal vez hay algo fantástico en esta ciudad. Al mismo tiempo que los aviones devastan suburbios rebeldes –las explosiones pueden oírse por toda la ciudad, como gigantescos globos que estallan–, las clases medias beben jugo de limón helado en la terraza del café Plattorria, en Abú Rumaneh.

No es el el espíritu de bombardeo o cualquiera de esas frases elogiosas que dedicamos a las grandes ciudades en guerra. Es la suspensión voluntaria de la incredibilidad, la idea de que si uno finge que la guerra no está allí, no estará; que lo ocurrido no ha ocurrido. La guerra es la gran ilusión.

Detrás del colegio de niños, construido por los franceses, el viejo Joseph Battie –de origen armenio, aunque prefiere que lo llamen sirio o nada más cristiano– afirma que ahora tiene en promedio un cliente por día. Yo soy el cliente del día en la librería Ibn Sina; sí, lleva el nombre del médico y filósofo chiíta persa del siglo X, nacido en Bujará.

Y entonces, ¿por qué se molesta Joseph en abrir el negocio? Porque llevo 19 años aquí, responde. Los libros son viejos y están llenos de polvo: un montón de ediciones francesas de Les Misèrables a la rústica y demasiadas novelas de Jilly Cooper en inglés, además de un par de libros de Amin Maalouf. Hay una sección para turistas, con un folleto de la ciudad parcialmente cristiana de Malula arriba del montón, aunque los últimos turistas que visitaron la ciudad pertenecían a los combatientes de Jabhat al-Nusra, amigos de Al Qaeda. Una grabación de la cantante libanesa Joumana Mdawar gime por toda la librería. Cuando salgo, Joseph me da una estampita de la Virgen y el Niño con ángeles. La gente piensa en dinero más que en Dios, dice. Esta guerra es por dinero.

Pero entonces llegamos a la guerra de verdad. Me reúno a comer con un amigo alauita. Y con un amigo de él, que yo no conocía, llamado Jaled Majub, a quien no le gusta que le digan sunita, aunque lo es, sino que se presenta como un empresario ecologista industrial que confía en el presidente Bashar Assad. Y en verdad es cercano al presidente. También resulta ser fabricante de puros, auténticos puros sirios, créanlo o no, con tabaco de Latakia. Me pasa uno, de más de dos centímetros de grueso.

Entonces, ¿cuántos sirios han muerto?, le pregunto. Tal vez 70 mil, responde.

Mi amigo alauita piensa que más bien son cerca de un millón, cifra asombrosa. Pero entonces le pregunto: ¿cuántos sirios a los que conocía en persona han muerto en los dos años pasados? Por lo menos 30, todos civiles, contesta. Uno era un policía de mi pueblo al que le dispararon hace 10 meses. Otro era un empleado de Furat Petroleum, que era guardia en Deir El Zour; a él lo secuestraron y lo mataron. El otro era un empleado de la compañía siria de teléfonos móviles que se encargaba de transportar dinero; lo asesinaron para quitarle el dinero, en Homs.

Me volví hacia Jaled. Por lo menos 55, dice sombríamente. Cinco de ellos por estar relacionados conmigo. Dos de esos muertos eran primos de mi amigo alauita.

Jaled habla en voz alta y su apoyo al presidente retumba por todo el restaurante. Sospecho que es un hombre con muchos enemigos. Me lanza una mirada siniestra. Júzgueme por los enemigos que he hecho, dice. Y me parece que cita a Theodore Roosevelt, porque desde 1993 es ciudadano estadunidense.

Luego viene el inevitable elogio a Assad. Es un líder, no un gerente. Guía a la gente y maneja las cosas. Lo que necesitamos aquí es una reconciliación estilo Mandela. ¿Y quién es el Mandela sirio?, pregunto (naturalmente conteniendo el aliento). La respuesta lastima, aunque la esperaba: Bashar Assad, por supuesto.

Su mensaje económico viene en una especie de declaración como las que hacen los estadunideses a los medios, y no estoy seguro de entenderla del todo. Tenemos políticos que dan resultados. Son políticos que aplican tácticas a nivel del ciudadano. Es cuestión de visión, no de personas. Hoy día es necesario ser inteligente, no listo; efectivo, pero no eficiente.

Y vamos de nuevo con Bashar Assad. Lo respeto por dos cosas: una, por insistir en mantener a Lahoud como presidente de Líbano (más allá de su término constitucional, apunto. Casi puedo oír a los libaneses gritar de indignación ante tal idea). La segunda fortaleza estratégica de Bashar Assad es que se negó a aplicar reformas no institucionales. Se negó a tomar atajos.

Sacudo la cabeza; todavía estoy tratando de chupar el enorme cigarro que me dio. Pero me preocupa este sentido de vago optimismo: dentro de seis meses, asegura, las cosas habrán cambiado en Siria.

Y me preocupa que hable de sólo 50 mil muertos. También recuerdo haberme acurrucado en la cama anoche con Ascenso y caída del Tercer Reich, en el que William Shirer narra el bombardeo alemán de Rotterdam en 1940. Primero se informó, y durante mucho tiempo se creyó, que entre 25 mil y 30 holandeses perecieron, escribe Shirer. Esa fue la cifra que se dio en la siguiente edición de la Enciclopedia Británica. Pero en los juicios de Nuremberg el gobierno holandés dio la cifra final de apenas 814 muertos.

Siento que hay en ello una lección, ante todas esas estadísticas de bajas que nos endilgan acerca de Siria. ¿50 mil? ¿150 mil? ¿Medio millón? Los aviones de Assad aún volaban sobre Damasco por la tarde. Supongo que el único dato seguro es que la cifra sigue subiendo.

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya