Hugo Gutiérrez Vega
Bienvenido mister ambassador
El señor Jorge Castañeda junior, caprichoso y atrabiliario
como su frívolo jefe, negó el derecho que tenemos
los miembros del Servicio Exterior en relación con la permanencia ad vitam de nuestro pasaporte diplomático. De esta manera, sin privilegios mínimos, obligados a hacer colas interminables para conseguir una visa y recibiendo una insultantemente magra jubilación,
los diplomáticos en retiro siempre sentimos el rechazo y los malos tratos de los diplomáticos en funciones que nunca piensan que alguna vez pasarán
a la condición de retirados (no uso la palabra “jubilado”
por que no veo muchas razones de júbilo).
La actual administración nos dio de nuevo los pasaportes
diplomáticos, pero se ha negado a recibirnos para tratar el “banal asunto” de nuestro estipendio de jubilados. En fin... algo es algo, y el pasaporte diplomático
da cierta sensación de pertenencia a un cuerpo que hace muchos años tenía un espíritu firme, coherente
y solidario. Nuestra política exterior siempre fue brillante y ejemplar en su defensa de los países invadidos
y de los individuos perseguidos. Don Gilberto Bosques es un ejemplo señero de la justiciera y bondadosa
política exterior de nuestro país. Gonzalo Martínez
Corbalá es otro diplomático ejemplar. Los chilenos
de la Unidad Popular lo recuerdan con admiración y agradecimiento. Ambos arriesgaron la vida al cumplir
su tarea humanitaria y al enfrentar a los gorilas nazis y a los bestiales milicos de la Operación Cóndor.
Estoy en Westfield, un hermoso pueblo del Garden State, a un paso de la vorágine neoyorquina. Visito a mi hija, a su marido y a mis nietos, voy a la Gran Manzana
a ver teatro, a recorrer los excelentes museos y
a dar alguna charla sobre poetas mexicanos.
Llegué el jueves pasado. En mis manos respiraban muy orondos e importantes los vírgenes pasaportes diplomáticos. Nos tocó un agente latino que, desde que vio los pasaportes, afiló los colmillos y se preparó para la pelea. No nos aceptó y llamó a un supervisor. Viajábamos en sillas de ruedas y el funcionario (hacía tiempo que no me enfrentaba a un rostro tan feroz y desconfiado) señaló a los “enfermeros” el camino hacia
la ominosa habitación en la que temblaban de miedo y de ansiedad unos personajes del Medio Oriente que, parados frente al funcionario que los interrogaba,
doblaban las rodillas llenos de angustia. El trato era el propio de los puritanos que sólo pueden hablar con su Dios, con ellos mismos y entre ellos. La otredad les da miedo y les provoca reacciones violentas
y pujos imperiales.
Sentados junto a unos mexicanos acongojados y unos italianos lívidos, esperamos a que el agente hablara a Washington para corroborar que hay un acuerdo entre México y Estados Unidos para la abolición
de las visas en los pasaportes diplomáticos. Creo que, además, pidieron información sobre nuestras
personas.
Pasó un rato y el agente llamó a uno de nuestros “enfermeros”. Le entregó los pasaportes y le señaló la salida. A galope tendido de nuestras sillas de ruedas huimos del cuarto parecido al escenario de A puerta cerrada, de Sartre.
Vimos al imperio defendiendo su amenazado ser por aquellos miserables con irregularidades migratorias.
Recordamos que el melting pot y el welfare state son los mejores aspectos de este país por muchos conceptos admirable (evoquemos el despertar del leñador en el poema de Neruda). Ambas cualidades están en peligro de desaparecer, así lo esperan los cavernícolas del Tea Party republicano. En fin, o tempora
o mores! El caso es que en mi ya flaca memoria quedarán fijos varios momentos terribles: el del ingreso
al cuarto del infierno sartreano, los rostros de canes furiosos de los agentes que parten de la idea de que eres culpable de algo (por ejemplo: de haber nacido) salvo que se demuestre lo contrario, y la esperanza
frustrada que me hizo pensar que los agentes,
ante los pasaportes diplomáticos, me iban a saludar
y a decir: “Bienvenido señor embajador.” Nada. Esto no puede pasar en el imperio puritano de la mayoría
republicana.
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