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Ver día anteriorDomingo 17 de agosto de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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China: un modelo que no es tal
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ientras la economía de Europa y de Japón está estancada, la de Estados Unidos mejora muy poco y de modo muy inestable y la de los demás países llamados impropiamente emergentes presenta serios problemas, la de China tiene un ritmo estimado de desarrollo para este año de 7.5 por ciento, y en el último semestre creció 9 por ciento. Parecería, por consiguiente, que las proyecciones matemáticas nos permiten pensar en un liderazgo económico chino en la economía mundial. Pero las estadísticas dicen mucho, sólo que también esconden bastantes cosas…

Para empezar, China, después de India, es el país con mayor número de pobres del planeta, y la desigualdad social –el índice de Gini– crece sin pausa y muy rápidamente, al igual que las desigualdades entre las ciudades y el campo, y entre las diferentes regiones. En segundo lugar, China depende casi totalmente de las trasnacionales para el desarrollo de sus industrias de punta, tecnológicamente avanzadas y con intensidad de capital, mientras el capital chino, privado o estatal, está concentrado en las industrias tradicionales, con gran intensidad de mano de obra.

En tercer lugar, el desarrollo industrial chino se ha hecho a costa del ambiente, considerado de costo cero y dañado a un punto tal en las grandes ciudades que las torna invivibles, y ha destruido irreversiblemente los deltas y zonas tradicionalmente más ricas desde el punto de vista de la producción de alimentos, hoy cubiertas de cemento por la especulación inmobiliaria, con grave daño para la producción arrocera y de verduras y la reproducción de los peces. Por último, como en India u otros países del sureste asiático, los bajos costos de la producción china se basan en los bajísimos salarios de una mano de obra intensamente explotada y sin protección ni sindicatos, pero todavía muy abundante, así como en la baja calidad de los productos de consumo y el muy relativo control de la nocividad de muchos de los productos, como los pollos o los medicamentos.

Esto, como la depredación ambiental, no puede ser mantenido. En primer lugar, por las crecientes luchas en protesta por los accidentes de trabajo o los desastres ambientales, pero también porque la política del hijo único redujo en efecto la natalidad y el crecimiento demográfico pero ahora presenta el peligro de la escasez relativa de brazos para un gran crecimiento de la industria, y el riesgo causado por la supresión de las mujeres y su actual carencia relativa, que afecta la reproducción de la mano de obra y, junto con la resistencia obrera, la encarece. La población china envejece y la mano de obra también es cada vez más cara, y ya hay industrias que emigran a Tailandia o Vietnam, donde los salarios son menores.

No faltan en América Latina economistas neoliberales que creen que los modelos chino o surcoreano pueden repetirse en este continente. Olvidan, o simplemente ignoran, que el primer modelo –el chino– comenzó al romper la dependencia de los primeros años de la tecnología y la ayuda de la Unión Soviética y se basó en la existencia de una enorme diáspora de chinos en el sureste asiático, Estados Unidos e incluso Sudamérica, proveedora de cientos de miles de millones de dólares, de la cual China obtuvo parte importante del capital inicial. Además, la existencia de una enorme masa trabajadora, joven, acostumbrada a trabajar duramente, disciplinada y desorganizada política y sindicalmente fue, por razones históricas y demográficas, un factor único del crecimiento chino, que es imposible reproducir en países semidespoblados como Cuba, Venezuela o Argentina, que tienen en cambio fuertes tradiciones obreras y ciudadanas.

No basta en efecto con imponer a la población el dominio autocrático de un partido consustanciado con el Estado pero cada vez más sometido a las necesidades de éste en el mercado y en las relaciones mundiales capitalistas. No es posible, en América Latina, fomentar desde el Estado y con las políticas partidarias de tipo bonapartista o cesarista una incipiente burguesía local sin hacer crecer así la corrupción y la influencia del capitalismo mundial dentro del grupo gobernante, chocando con una población mucho más urbanizada, moderna, diversificada y organizada que la china. La sumisión lisa y llana a las leyes del mercado capitalista refuerza no el papel del Estado ni el del capitalismo de Estado, sino el de las finanzas y las grandes empresas integradas en el capital financiero internacional, que es mucho más potente que los estados latinoamericanos.

Por otra parte, mientras la población de las zonas rurales chinas sigue siendo mayoritaria en 60 por ciento y hay aún una vasta mano de obra potencial para la industria y una posibilidad de aumentar la productividad en el campo con obras públicas, fletes y una mejor tecnología y organización del trabajo, en nuestro continente la tierra está en manos de los soyeros y terratenientes, como en Argentina, o despoblada, como en Cuba, o mal explotada, como en Venezuela. Hay tierras pero pocos campesinos, y los desocupados urbanos no están dispuestos a convertirse en cultivadores o criadores de ganado, con lo cual las ciudades se llenan de marginales peligrosos e improductivos.

Corea del Sur, por su parte, se desarrolló industrialmente gracias a las inversiones militares y a fondo perdido de Estados Unidos, que necesitaba después de la guerra de Corea un Estado local sólido y mantuvo una gran guarnición y su ayuda militar. Fue esa ocupación militar extranjera la que, como en Japón, cambió la estructura agraria tradicional y desarrolló una industria monopólica altamente concentrada. Eso también es irrepetible.

El capitalismo más feroz combinado con el despotismo asiático no es, pues, modelo para el desarrollo del capitalismo en América Latina y, mucho menos aún, para la construcción de una sociedad democrática y para la solidaridad y la autogestión, sin las cuales el socialismo es imposible.