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Lección mexicana al Presidente
U

no de los textos políticos más significativos publicados en los tiempos recientes, me parece ser el de Blanche Petrich en las páginas de este diario el pasado 31 de octubre, en el que se describe con gran emoción la entrevista que sostuvieron en Los Pinos los padres de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa desaparecidos (y hermanos, algunos facilitadores y periodistas), con el Presidente de la República, rompiéndose algunos precedentes establecidos que parecían insalvables. Tales encuentros, por excepción, se producían siempre entre los reclamantes y los secretarios de Estado, cuando mucho, pero no directamente con el jefe de las instituciones.

Ante la gravedad de la situación, que ha trascendido enormemente también en lo internacional, hizo bien el Presidente en recibir a los afectados y proporcionarles generosamente el tiempo del intercambio (alrededor de cinco horas). La ocasión tuvo que producir en el presidente Peña Nieto sentimientos y razonamientos que, por lo que se puede juzgar en general, por el tono de sus discursos a través de la televisión (los más vistos), no son los que imperan en sus oficinas ni entre sus colaboradores, que seguramente, en muchos aspectos, no le transmiten al Presidente con fidelidad la real situación del país.

Ahora, en esa entrevista, de manera siempre franca y muchas veces claridosa, el Presidente se vio en la necesidad de escuchar de primera mano la indignación, la rabia y aun la desconfianza profunda que muchos mexicanos sienten hacia las instituciones de gobierno que él encabeza, que no se limitan a los familiares y cercanos al caso de Ayotzinapa, sino que comparten ya, decía, muchos miles de compatriotas, y que resulta de la mayor importancia que el propio Presidente de la República tenga la información y la emoción directa de esta situación. Con una condición: que en realidad valore en el buen sentido lo que se le comunicó en tal entrevista, y que no se le distorsione el significado profundo de la misma. Es ya tiempo de que el gobierno y el Presidente se despojen de las máscaras que les ocultan la realidad, y que sean capaces de verla con verdad, con objetividad, por más grave que pueda ser.

El inusitado encuentro debiera tener entonces un efecto renovador para todos, gobernantes y gobernados, porque también estos últimos han tenido la ocasión, en tal entrevista, de aprender a sostener firmemente sus verdades, sin doblegarse por la presencia de los poderosos en un medio, además, que no era el suyo. ¡Bravo por la lección que en más de un sentido los dolientes de Ayotzinapa, con plena razón y gran valentía y dignidad, nos han proporcionado a todos los mexicanos!

Tal vez uno de los momentos más estrujantes del encuentro fue cuando los visitantes argumentaron que se trataba de un crimen de Estado, razonando que a los normalistas los detuvieron y se los llevaron policías uniformados que son parte del Estado mexicano y entonces ellos (es decir, el Estado) son los responsables del paradero de los estudiantes, y la plena justificación de la frase divisa, nacional y mundial, de este movimiento: Vivos se los llevaron, vivos los queremos de regreso.

Por supuesto, en el encuentro se presentaron también señales irrebatibles de que tanto la Federación como el gobierno estatal se comportaron, particularmente al principio, con demasiada lentitud y más bien queriendo ocultar o disimular las responsabilidades. No sería excepcional, porque tal parece ser ya una costumbre arraigada en la política mexicana y entre nuestros políticos. En la reunión no dejó de mencionarse que fue sólo la presión nacional e internacional, desde el papa Francisco hasta el presidente Obama, pasando por la ONU, por el Parlamento Europeo y por multitud de otros organismos y países, los que obligaron al Estado mexicano a considerar con seriedad su problema, incluso el hecho de que los haya recibido el Presidente de la República.

Desde luego los hechos han tenido un carácter tan explosivo que han hecho cimbrar al país y a otras sociedades, tan escandaloso el caso que se le han cerrado al gobierno, al menos hasta ahora, las puertas para el escape del disimulo y del aquí todo está muy bien. No, aquí, en el país, hay cosas que están muy mal y es bueno que lo sepan y reconozcan incluso de manera brutal los responsables dentro del gobierno mexicano, tan acostumbrado a eludir responsabilidades.

Desde luego, una de las zonas más desastrosas es la de la vigencia de los derechos humanos, como han señalado multitud de organismos nacionales e internacionales. Más lejos aún: la ausencia de vigencia del sistema jurídico en México, que todos los días se ve violentado impunemente, para comenzar con los representantes del gobierno en todos los niveles y en todas las esferas. Esto ha quedado de manifiesto en el escandaloso hecho de Ayotzinapa, en su infinidad de aspectos y derivaciones, que ha conmocionado al gobierno y al país.

Como hemos dicho, ha sido bueno el contacto entre el Presidente y los afectados, aunque estuvieron lejos de desvanecerse las dudas y desconfianzas. Pero ahora la cuestión es: ¿qué medidas drásticas tomará el gobierno para remediar la situación, desde luego comenzando por esa penetración escandalosa e intolerable de las instituciones por los criminales de toda especie? La tarea parece gigantesca y, sin embargo, debe ser emprendida ya. En primer lugar, por el peligro a la vista de que la desilusión y la desconfianza que han invadido a tan grandes sectores de la sociedad se traduzcan, lo cual no sería remoto, en acciones violentas de la contraparte, incluso de tipo guerrillero. Sería lamentable, evidentemente, pero sería explicable.

Y junto a esta urgencia de limpiar a fondo de complicidades al sector público existiría la otra necesidad, también absolutamente urgente e imprescindible, de evitar una polarización mayor entre riqueza y pobreza, a lo cual dedicaremos próxima entrega, y que también pone al límite la estabilidad del país, lo cual el gobierno actual, pese a su retórica en contrario, lo estimula poderosamente en sus principales decisiones económicas.