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Mar de Historias

Cinco monedas

G

ildardo, Rubén y yo lo hacíamos estrictamente por la necesidad de ganarnos un peso. De otra forma dudo que hubiéramos aceptado un trabajo, para otros de seguro repugnante, que nos ocupaba de cuatro a seis de la tarde, los viernes. Durante las dos horas en que otros niños iban de paseo con sus padres o disfrutaban de una película en la tele, nosotros teníamos que actuar a la vista de Sofía Águila: cabello ralo atrapado en una red, mejillas voluminosas y una cicatriz en la comisura derecha que le daba expresión de permanente hilaridad. La desmentían sus ojos maliciosos y pequeños como cabezas de alfiler.

Lo más abominable de quien se consideraba nuestra benefactora era su nariz. Abultada como un tomate, se humedecía mientras se aseguraba de que Gildardo, Rubén y yo cumpliéramos con una actividad para la que era indispensable prescindir de remilgos y ascos ante olores agrios y líquidos turbios. Los hongos que salpicaban el pan y las tortillas eran cosa aparte. El simple hecho de verlos disminuía nuestra alquilada voracidad. La señora Águila logró vencer nuestra resistencia asegurándonos que los hongos poseían tantas propiedades curativas, o más, que la penicilina.

Había leído la noticia en una de las publicaciones científicas que acumulaba sobre una mesita, en espera de que su sobrino René –Renecito para ella– se interesara por consultarlas durante alguna de sus visitas, los fines de semana en que, olvidado de las prácticas hospitalarias, se consagraba a disfrutar de la vida en familia.

Ansiosa de hacerle grata la estancia a Rubencito, Sofía Águila contrataba a cualquiera de las mujeres del barrio para que hicieran el aseo de la casa. Mientras oíamos cubetazos, desplazamientos de muebles y el arrastre de la escoba, Gildardo, Rubén y yo devorábamos la comida almacenada durante una semana en el refrigerador (un IEM en forma de rocola), hasta dejar los anaqueles despejados y Sofía Águila pudiera llenarlos con las preferencias gastronómicas de Rubencito, harto del insípido menú del hospital y ávido de platillos condimentados.

II

Eran tiempos muy difíciles. Desempleado era un término común a las mujeres y hombres que, agotadas las posibilidades de obtener nuevos préstamos, con tal de sobrevivir aceptaban ocupaciones temporales, y hasta por unas cuantas horas, a cambio de simples propinas o relingos.

En tales circunstancias, muchos niños contribuían a la manutención de su familia trabajando antes de sus clases o al salir de la escuela (según el turno: diurno o vespertino, al que asistieran) en calidad de carboneros, aguadores, comerciantes de baratijas, lazarillos o repartidores de volantes. Frente a ellos, Gildardo, Rubén y yo éramos privilegiados. Trabajábamos nada más los viernes y sólo por dos horas, tiempo suficiente para dejar el refrigerador de Sofía Águila como recién comprado.

La señora Águila lo examinaba satisfecha, feliz de imaginar la expresión de Rubencito cuando encontrara los compartimentos repletos de carnes frías, quesos, frutas y guisados apetecibles. Coronaba su dicha la tranquilidad de saber que no había caído en el máximo pecado –desperdiciar la comida– y además había sido justa y caritativa con tres niños pagándoles, alimentándolos y de paso inmunizándolos con los hongos tan poderosos como la penicilina.

Concluido nuestro deber, la señora Águila abría su bolsa y nos entregaba a cada uno cinco monedas de 20 centavos. Cuéntenlas, no quiero que sus papás vayan a pensar que les robo. Enseguida, como gratificación adicional por nuestro buen desempeño, nos ofrecía una dulcera para que eligiéramos un caramelo. En cuanto lo tomábamos iba con nosotros hasta la puerta y allí nos despedía: Nos vemos el viernes, tragoncitos.

Ya en la calle, libres y felices, sintiéndonos ricos, Gildardo, Rubén y yo chupábamos los dulces despacio, a fin de prolongar el sabor a grosella, naranja o miel y, además –sin decírnoslo o tal vez sin saberlo–, la sensación de ser niños.

III

A la edad que teníamos entonces, para nosotros sólo existía el presente. No esperábamos que las cosas cambiaran y mucho menos que nuestra sociedad de niños comedores de sobrantes pudiera disolverse. Nos dimos cuenta de que habíamos estado en un error cuando el padre de Gildardo consiguió trabajo en un hotel de León.

Gildardo nos dio la noticia un viernes, mientras regresábamos a nuestras casas con cinco monedas de 20 centavos y un caramelo. Rubén y yo pensamos que se trataba de una broma, hasta que Gildardo se puso a contarnos del trajín en su casa y los arreglos para la mudanza. No ocultó su emoción ante la posibilidad de ir a una ciudad desconocida, ocupar una casa distinta a la suya en San Álvaro e inscribirse en una nueva escuela.

Gildardo no dijo cuándo iba a partir con su familia, pero al siguiente viernes ya no se presentó en la casa de Sofía Águila, quien, ante la ausencia de nuestro amigo, se limitó a un comentario odioso: De ahora en adelante les tocará más comida. Sin atender a nuestra reacción abrió el refrigerador y fingió entusiasmo ante los desperdicios cadavéricos para incitarnos a comerlos.

Desanimados, Rubén y yo realizamos nuestro trabajo, obtuvimos la paga consabida y la gratificación adicional de un caramelo. De vuelta a nuestras casas lo saboreamos lentamente mientras caminábamos despacio, deteniéndonos bajo cualquier pretexto, con la secreta esperanza de que Gildardo llegara corriendo para despedirse y decirnos lo que inútilmente esperé oír en nuestra última conversación: Los voy a extrañar.

IV

Durante algún tiempo, Rubén y yo seguimos presentándonos en la casa de Sofía Águila, siempre en el mismo horario y bajo iguales condiciones. Para mí sólo una cosa cambió: el sabor de los caramelos se me hizo cada vez menos dulce y más amargo.