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Nosotros ya no somos los mismos

El Congreso de Juventudes Latinoamericanas

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Cubanos celebraron frente a la embajada estadunidense en La Habana el restablecimiento de los nexos diplomáticosFoto Ap
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uise achacárselo a uno de los llamados errores de dedo, pero las teclas correspondientes a los dígitos uno y nueve, en cualquier teclado, están en los extremos. Luego pensé en una artritis reumatoide pero, rara avis, es de las enfermedades que hasta la fecha no me han visitado. En síntesis, simplemente me equivoqué por atarantado: en mi posdata de la columneta pasada di como fecha del grafiti cubano, Exxo no puede Shell, porque de Cuba Texaco, el año de 1951. Resulta que cuando leí esa consigna en un muro de La Habana fue en 1960, durante el primer Congreso de Juventudes Latinoamericanas, celebrado en julio-agosto de ese año. Cumplida la debida aclaración y solicitando su disculpa por la falla de mi disco duro, paso a narrar un acontecimiento que me tocó vivir al final de ese congreso y que guardo como uno de los momentos más emotivos de la etapa aquella, cuando los de entonces sí éramos nosotros.

Ahora que Estados Unidos y Cuba restablecen relaciones diplomáticas, canceladas en 1961 por el gobierno de Dwight Eisenhower, es de justicia recordar que el gobierno presidido por Adolfo López Mateos (iniciado un año antes del triunfo de la revolución cubana) brindó, dentro de las condiciones imperantes, un solidario apoyo a los jóvenes del ejército rebelde, que nacía como gobierno al tiempo que daba inicio el año de 1951. Esta posición provocaba el azoro y la desconfianza de los sectores más conservadores del país y, por supuesto, de los intereses estadunidenses y sus repiques nacionales. México libró en el ámbito internacional dignísimas batallas por los principios torales que hasta entonces habían sido prez y blasón del Estado mexicano: la autodeterminación de los pueblos y la no intervención. El distinguido universitario Alonso Gómez-Robledo lo explicó diciendo: Todo Estado debe abstenerse de aplicar, fomentar o provocar el uso de medidas económicas, políticas o de cualquier otra naturaleza para obligar a un tercer Estado a subordinar el ejercicio de sus derechos soberanos y para obtener de éste ventajas o beneficios. ¡O tempora, o mores! (Y que se me aparece Cicerón y me exige el crédito correspondiente por citar textos de sus Catilinarias).

El tiempo que duró el beneficio de la duda, que Estados Unidos concedió a Cuba para que ésta demostrara que su revolución no era sino la mise en escene de un guión de Giuseppe Tomasi de Lampedusa, fue breve. Ya en 1960 se presentaron los inevitables enfrentamientos entre los grandes consorcios que se habían adueñado de la isla y los noveles dirigentes, muchos de los cuales contaban con un modestísimo nivel educativo y una mentalidad absolutamente patriarcal. Véase la estupenda película Lucía, de Humberto Solás, en la que nos sorprendemos del comportamiento de un campesino, héroe de mil escaramuzas durante la guerra contra la dictadura de Batista, quien siendo el más fiel seguidor de la revolución (afuera de su humilde bohío) es incapaz de aceptar el derecho de su esposa, Lucía, al simple conocimiento del alfabeto.

Ese año, precisamente, se dan los inicios del criminal y absurdo bloqueo económico que hasta la fecha subsiste: se le cierra a Cuba el abasto de petróleo. La URSS (¿a quién le dan pan que llore?) surtió los requerimientos cubanos pero, ¡lo increíble!, las empresas petroleras, trasnacionales todas, se negaron a llevar a cabo su procesamiento. Cuba decretó la expropiación de esos enclaves del imperialismo salvaje y dio un paso más hacia ese ámbito tan exclusivo en el que habitan los individuos y las naciones que privilegian, como esencia de su existencia, la dignidad.

En enero de 1961 tomó posesión John F. Kennedy. Tres escasos meses después se realizó la fracasada invasión a bahía de Cochinos, que ya mencionamos. Obviamente, Kennedy asumió ese estúpido proyecto sin mayor conocimiento de las posibilidades reales de éxito o sus consecuencias, en caso contrario, sin embargo, no podemos decir lo mismo de la operación Mongoose, planeada un año después, que implicaba una verdadera blitzkrieg del gobierno estadunidense para derrocar al cubano. Durante años la pequeña isla resistió vuelos de aviones piratas, que incendiaban cañaverales y aun bombardeos a La Habana. Por supuesto, permanentes acciones de terrorismo y sabotaje. El número de bandoleros financiados por los servicios de inteligencia estadunidenses llegaron a sumar 3 mil 395, cuyo combate y derrota costaron al pueblo de Cuba más de mil millones de pesos. Pero el imperio había entendido ya que, pese a su enorme poderío, solo no podía acabar con esos 6 millones de patriotas, por lo cual decidió echarles montón. Giró instrucciones a los gobiernos miembros de la OEA, que eran sus dependientes (o sea, la inmensa mayoría), para convocar a un encuentro preparatorio de la octava reunión de la OEA, que tendría como objetivo central la expulsión de Cuba de dicho organismo. La convocatoria corrió por cuenta de Colombia, país que, daba la casualidad, acababa de romper relaciones con Cuba. Allí México tuvo su primer gran momento: la propuesta colombiana consiguió 14 votos en favor. Solamente México, además de Cuba, obviamente, se manifestó en contra del decreto imperial. Dos meses después, en Punta del Este, Uruguay, se llevó a cabo la octava Reunión de Consulta de la OEA, en la cual, de nueva cuenta, el secretario de Relaciones Exteriores de México volvió, en estricto apego a la legalidad por todos aceptada, a demostrar que el organismo no estaba facultado a expulsar a ningún miembro de la organización. Presentó la tesis de la incompatibilidad, que abría a Cuba una salida digna para abandonar la OEA si, en ejercicio de su soberanía, decidía optar por un régimen político diverso al que los países miembros de la organización habían acordado. Pese a la aceptación generalizada de la tesis mexicana, la propuesta de expulsión contó con 16 votos en favor. Chile y Ecuador se abstuvieron, y Brasil (el de Goulart) y México votaron en contra. El impecable alegato jurídico de Manuel Tello, nuestro extraordinario canciller, no logró superar la fuerza de la complicidad, el temor o la conveniencia, pero su contundencia moral impidió que se acordaran represalias políticas, militares o económicas contra la isla.

Dos años después, el encono y el ánimo de venganza continuaban. Fue en julio de 1964 cuando se llevó a cabo la novena reunión de la OEA en Wa-shington. Allí la consigna, el ukase, era inapelable: todos los estados miembros del grupo debían romper relaciones diplomáticas con la república de Cuba. El imperio ya no toleraba excusas, explicaciones o argumentos jurídicos. Era, como en la prehistoria, la ley del más fuerte: detrás de su lema publicitario In god we trust está oculto el verdadero: Speak softly and carry a big stick. You will go far. Frente a esta patología sólo una respuesta era posible, inatacable: el ejercicio de la soberanía de la nación. México fue el único país latinoamericano que se negó a romper relaciones con Cuba.

Seguramente para esas decisiones mucho contaba la entrañable y fraterna relación con esos 6 millones de afiebrados constructores de su nueva patria, pero también, por supuesto, nuestra propia historia y la indeclinable voluntad de seguir construyendo esta comunidad de destino que llamamos nación mexicana.

El 6 de agosto de 1960, en un parque deportivo en La Habana, recién llegados de la sierra Maestra, donde en medio de un pueblo enloquecido de alegría y esperanza celebramos el 26 de julio (hoy, domingo, hizo 55 años), el comandante Fidel Castro clausuró el primer Congreso Latinoamericano de Juventudes. Al poco tiempo de iniciado su kilométrico discurso, la garganta se le comenzó a cerrar. La voz, según la autorizada opinión de Chava Flores, se le convirtió en un chisguete. La audiencia multinacional presente se asustó al principio, pero los cubanos reaccionaron y comenzaron a interrumpir al orador-comandante con gritos que luego todos repetíamos: ¡Espera, Fidel, cuida la voz! ¡Descansa! ¡Cállate! ¡Ya no hables, no perorés! Nadie daba crédito a lo que estaba pasando y cuando Raúl le quitó el micrófono a Fidel y lo conminó a que obedeciera a los gritones evidentemente muchos nos espantamos. Pues Fidel obedeció y (sé que esto no es fácil de creer) dejó de hablar. (Pensé: un hermano se calló, pero el otro se cayó). Por andar contando lo que todo mundo sabe tengo que dejar para el próximo lunes 3 lo que es poco sabido y, por la edad de los que lo supimos, lo más seguro es que ya esté olvidado. La crónica de ese evento, rendija por la que nos colamos a la historia, continuará.

Twitter: @ortiztejeda