Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 29 de noviembre de 2009 Num: 769

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

La mente en papel
ADRIANA DEL MORAL

Contreras para muchos y Gloria para otros
SCHEHERAZADE OROZCO Y SERGIO GARCIA

Pájaro relojero: los clásicos centroamericanos
MIGUEL HUEZO MIXCO

Fernando González Gortázar: Premio América de Arquitectura 2009
ANGÉLICA ABELLEYRA

Poema
ISMAEL GARCÍA MARCELINO

Alexander von Humboldt: el viaje del pensamiento
ESTHER ANDRADI

Houellebecq:
el deterioro social

JORGE ALBERTO GUDIÑO HERNÁNDEZ

Leer

Columnas:
Galería
ALEJANDRO MICHELENA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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INVENTAR LA CIUDAD

ALEJANDRO GASPAR GUADARRAMA


La ciudad imaginada y otras historias,
Alberto Chimal,
Libros Magenta-Secretaría de Cultura DF,
México, 2009.

La ciudad es un solo cuerpo enorme.
Tiene las venas repletas de automóviles,
los pulmones hechos árboles,
el corazón poblado de viejos edificios
Alberto Chimal, La ciudad imaginada…

La ciudad es un organismo que nace, se reproduce y muere. En él somos nosotros las células que la mantienen viva, pero como todo organismo también enferma: célula por célula nos vamos infectando de tráfico y caos.

Una ciudad es para habitarla, contarla, para vivirla y perecer con ella. Pero imaginemos despojar a la ciudad de todos sus edificios, coches, calles, monumentos… Y sólo nos quedáramos con las personas que la habitan, ¿seguiría siendo una ciudad? Porque ¿cómo saber si lo esencial de una ciudad son sus habitantes o sus construcciones? Alberto Chimal, en su libro La ciudad imaginada y otras historias, nos dice: “La ciudad es esta carne. La ciudad es esta gente […] la ciudad es en verdad muchos cuerpos, todos juntos, unidos y a la vez separados.”

Las ciudades, al igual que los hombres, están destinadas a perecer, pero también son el escenario en donde transcurren innumerables historias: idénticas, falsas, contradictorias y hasta “milagrosas”; muchas de ellas más acopladas a la ficción que a lo real, más apegadas a lo extravagante que a lo “normal”. Las historias que suceden en las ciudades son las historias mismas de cada ciudad, cada una tiene en sí una memoria que se actualiza al transcurrir del tiempo y de las generaciones; esta memoria también la encontramos en su traza y en sus construcciones: claras manifestaciones del hombre que reactualizan a cada momento épocas pasadas. Igualmente, una ciudad abandonada tendría para nosotros el valor de descubrir las historias y hazañas que allí se realizaron.

Así, una narrativa sobre la ciudad no debe encerrarse en un ejercicio testimonial o de registro, puede ser un ejercicio experimental que combine significados y que no agote su multiplicidad de sentidos; puede ser una narrativa que se encuentre abierta al cambio, que intente fundar nuevos mundos (aunque fueran imaginarios) a través de la representación del lenguaje.

Los personajes de La ciudad imaginada se nos aparecen como la invitación al absurdo, a un mundo caótico, lleno de patologías; son personajes realizables sólo en una mente desbordada, porque ¿cómo podríamos pensar, por ejemplo, en sirenas que se alimentan de recuerdos o que desaparecen de la piel en donde habían sido tatuadas; en un hombre que se telefonea a sí mismo desde un celular que había perdido un año atrás, o en una mujer que implora por la vida de su hijo para luego asesinarlo? Estos y otros personajes los encontramos representados en ciudades donde la imaginación es lo que prevalece.

Construir ciudades e historias a partir de palabras es para Chimal el propósito de este libro; ciudades y personajes imposibles para una razón limitada, historias que sólo podrían ser reales en estos cuentos imaginados.


TZOMPANTLI, LUGAR DE LAS CALAVERAS

RAÚL OLVERA MIJARES


Muerte a filo de obsidiana,
Eduardo Matos Moctezuma,
FCE,
México 2008.

Entre los humores vitales la sangre es, sin lugar a dudas, el líquido más abundante, más denso y más expresivo. Por más bárbaros y más crueles (cruor es sangre derramada en latín) que ante ojos cristianos pudiesen aparecer los ritos de los antiguos nahuas y otros grupos culturales del México prehispánico, el sentido místico de la sangre como fuente de vida, licor expiatorio, bebida de ánimas y dioses está presente en innumerables culturas, por ejemplo en la historia del judaísmo, que conoció el sacrificio de seres vivos, al lado de Grecia y Roma, tradiciones contrastantes que fueron el crisol del cristianismo que en sus versiones más antiguas –la ortodoxa y la católica– aún hoy día conciben la misa como sacrificio incruento, es decir, sin sangre real aunque presente, en forma metafórica, en el vino.

Las especies del rito entre los mexicas eran más literales: la sangre de las víctimas humanas servía para alimentar a los dioses y la carne de ciertas partes era el complemento proteínico de la magra dieta del pueblo. Más allá de prejuicios culturales que siempre han suscitado la repulsión y han justificado la cristianización forzosa, una visión desde dentro de aquella cultura facilitaría comprender el ascenso de una civilización que ejerció una hegemonía tan decisiva como de corta duración debido a la conquista de los españoles. No distinta de la que ostentan naciones que dominan al mundo en la actualidad, las cuales quisieran ver en cada ciudadano joven y saludable un guerrero, la de los aztecas alentaba, bajo el símbolo de Huitzilopochtli, el ánimo bélico en sus colegios de elite por medio de tradiciones y mitos.

Tres inframundos contaban los nahuas: la Casa de Tonatiuh o el sol, donde iban los guerreros muertos en el fragor de la batalla y las parturientas fallecidas; el Tlalocan, que acogía a los ahogados, bubosos, leprosos e hidrópicos; el Mictlan o ámbito de los descarnados, los muertos comunes, sin distinción de género ni condición social; y el Chichihuacuauhco o suerte de limbo, donde los nonatos llegaban a libar leche de un gran árbol. Los infiernos no eran un lugar de tormento ni castigo, simplemente era el lugar donde se dirigían las ánimas una vez separadas de los cuerpos. Aunque existían otras creencias que negaban la vida después de la muerte o se inclinaban por la reencarnación.

En Muerte a filo de obsidiana, un verso de un poema, un antiguo cantar de los nahuas que así tradujo Ángel María Garibay, el antropólogo Eduardo Matos Moctezuma ofrece un veloz y elemental recuento de ciertas ideas sobre la muerte en los aztecas, deudor del que realizara Ruz Lhuillier en relación con los mayas. Más que el color de los ritos funerarios y la veneración por los antepasados, el vínculo entre la vida y la guerra cobra actualidad en un México situado en un escenario que podría conocer una confrontación bélica en un futuro por desgracia cada vez menos lejano.


AL RESCATE DE UNA CIUDAD PERDIDA

JORGE ALBERTO GUDIÑO HERNÁNDEZ


Réquiem para un Ángel,
Jorge F. Hernández,
Alfaguara,
México, 2009.

A la hora de pensar en la idea de un personaje, lo más común es asociarlo con una persona. Incluso en las fábulas y los cuentos infantiles, plagados de animales y seres extraños, todos los caracteres figurales suelen tener comportamientos que pueden asociarse con los del ser humano. De otra forma, sería casi imposible establecer nexos de empatía con el personaje. Pero la literatura es la tierra de las excepciones: que eso sea lo más común no implica que sea la única posibilidad.

Existen novelas en las que el protagonista no es un ser humano y ni siquiera es posible vincularlo con uno a partir de sus pautas de comportamiento, de la complejidad de sus actos o de las relaciones que sostiene con el resto de los personajes. Es algo que sucede cuando lo que se narra no son las aventuras de tal o cual sino las de una ciudad. Tarea descomunal por la magnitud que implica, se vuelve inabarcable a la hora de centrarse en Ciudad de México. Hace ya cinco décadas que Carlos Fuentes hizo su retrato con La región más transparente. Nadie niega su fuerza. Sin embargo, cincuenta años en la vida de una ciudad merecen una actualización.

Jorge F. Hernández (México, 1962) toma aire y emprende la proeza. Para lograrla, hace gala de varias estrategias narrativas que le ayuden a combatir la inmensidad de esta urbe. La que salta de inmediato es la de Ángel Andrade. Un personaje gris que, a los cuarenta años de una vida estéril, decide abandonar a su madre para convertirse en el héroe que requiere la ciudad. Ya nadie se sorprende con la nota roja, con el crimen, con la vulnerabilidad de las garantías. Todos somos víctimas pero también victimarios. Necesitamos un héroe que termine con ello: por eso la meta morfosis; ahora Ángel se apellida Anáhuac.

El problema es que es un héroe sin súper poderes, falible, limitado. Por eso le va como le va pese a sus buenas intenciones. Completando el retrato citadino, seis venerables ancianos se reúnen a tomar su diario desayuno, desde hace décadas, en el Sanborns de los Azulejos. Desde ahí dan cuenta de lo que ha sido el mundo, la ciudad, ellos mismos. Un tercer plano narrativo acaba por rematar el cuadro. Es el cuaderno de apuntes que A. A. ha olvidado en un taxi. Cada uno de estos capítulos tiene un nombre formado por la yuxtaposición de dos palabras. De este modo se funden los conceptos que han terminado por tergiversarse dentro del imaginario de los capitalinos.

Con una prosa profunda, lúdica y, sobre todo, cuidada, Jorge F. Hernández consigue la proeza de relatar a la ciudad. No toda, por supuesto, pero sí una buena parte. Lo hace apelando a las complicidades pero también a la sorpresa. Lo hace haciendo gala de un desmesurado buen humor que apenas alcanza para cubrir la desgracia que nos acecha. Y es que, en una ciudad como ésta, un héroe resulta insuficiente, aunque una novela siempre es un buen punto de partida.


COMO UN BUEN VINO

RICARDO YÁÑEZ

 


Más hondo. Antología poética,
Hugo Mujica,
Vaso roto,
Barcelona-México, 2009.

Las antologías, puede decirse, se proponen como ayudantes del tiempo. Ya pertinentes, ya oficiosas, proponen si no todo al menos parte de “lo que ha de quedar”. Vaso Roto da a conocer en México –en volumen en que colaboran Josep Bagà, diseñador; Víctor Ramírez, dibujo de portada, y Jeannette L. Clariond, al cuidado de la edición– al poeta bonaerense Hugo Mujica, quien, nacido en 1942, cuenta con estudios en bellas artes, filosofía y artes plásticas, y asimismo con la experiencia de haber vivido varios años entre monjes trapenses. Más hondo, sencillo pero contundente título, presenta una selección del material que aproximadamente durante un cuarto de siglo ha publicado el autor en verso.

Con notoria inclinación por el silencio, sea el surgido del texto o el que a las palabras convoca, el libro que comentamos es de esperar que incluya mucho “aire”, que destaque el blanco de las páginas al hojearlo, blanco en el que la tipografía se acomoda con una suavidad que en su modestia parece no obstante sentirse a sus anchas, a gusto, en buena –permitásenos así decirlo– compañía.

Conocíamos por casualidad (o no: puesto que título y subtítulo nos atrajeron), en Pretextos, Lo naciente/ Pensando el acto creador, enumerado como de ensayo en la solapa de Más hondo, clasificación que aunque no estricta tiene algo de verdad, pues aunque en verso los textos tienen mucho del modus laborandis del aforismo, del pensamiento breve y, pudiera ser, inspirado: “el poema cobija a la poesía/ como la noche al relámpago”. Es de hacer notar que Lo naciente no parece haber sido considerado a la hora de realizar la antología, al menos no está entre los libros del índice. Y acaso haya en ello razón, pues deja un poco la impresión de que (lo ya dicho: aunque en verso) trátase más de una poética que, en rigor, de poesía. Notas, nada malas, de un autor acerca de su propia visión sobre la lírica.

Aquí un mínimo reparo. El lector se quedará con la sensación, probablemente no atinada (no lo sabemos) de que la antología es personal. La responsabilidad de la selección no se establece en la –por lo demás, en el sentido matemático del término– elegante edición.

La ya anotada vocación aforística de Mujica queda patente, y de manera afortunada, en varios de sus versos. Digamos: “no son mis ojos/ los que pueden mirarme a los ojos”, o: “Lo que busca con su bastón/ el ciego es la luz, no el camino.” Y también: “Desnudo se es todo rostro”. O, de un mismo texto, estos dos: “Adelante no es lo que se mira/ es lo que no se sabe”, y “la noche no es no ver, es ver la noche.” Tales puntos de concentración semántica, que –acaso la ignorancia nos haga decir esto– traen a la memoria a nada menos que Antonio Porchia, a la vez que confirman lo acertado de una poética, de alguna manera la ponen sutilmente en cuestión, pues a veces se siente el lector tan gratificado por la sensible verdad expuesta en tan pocas palabras que ya no siente indispensables las demás. Pero bueno, así es la poesía, se la pasa deteniendo al lector, impidiéndole, como un buen vino, echarse trago tras trago.