Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 29 de mayo de 2011 Num: 847

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora Bifronte
Ricardo Venegas

Lo conocido
Nikos Fokás

El terremoto y Japón
Kojin Karatani

No es maná lo que cae
Eduardo Mosches

Hablar de Leonora
Adriana Cortés entrevista
con Elena Poniatowska

Los volcanes de
Vicente Rojo

Carlos Monsiváis

El corazón more geométrico
Olvido García Valdés

Ordenar, Destruir
Sergio Pitol

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Corporal
Manuel Stephens

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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El corazón more geométrico

Olvido García Valdés

¿Por qué velas? Uno debe velar, se dice.
Uno tiene que hacer acto de presencia.

Franz Kafka: “De noche”

¿Qué clase de meditación es la pintura? ¿Qué clase de conducto es un volcán? Montaña monstruosa, Polifemo de boca frontal o cerebral que vomitara fuego, un volcán lo es sólo por ese vómito o estallido, par su –aun si adormecida– amenaza. Pero antes que monte fue el volcán pura grieta. Y por ella sale, estalla, se expande, sube lo que ha de salir, siempre por una grieta que va deviniendo esófago y alzándose grieta o boca más arriba. El volcán: una cabeza. Fuego con vocación de liquen.

También la pintura es conducto: imagen en que cierto entendimiento pasa por los ojos buscando hacer sus efectos en quien la mira. Vicente Rojo parece haber querido darnos, con los títulos de sus obras, referencias. Algunas menos concretas: Señales, Negaciones; otras más localizadas y precisas: México bajo la lluvia, Paseo de San Juan, o, como ahora, Volcanes: encendidos, nocturnos, armados, primitivos, construidos. Por las grietas de estas denominaciones aparecen momentos, focos del vivir: imagen de la niñez barcelonesa del pintor, cierta visión de luz y lluvia en la llanura mexicana, cierto deslumbrado apego por la figura mítica y tan próxima, tan poderosa, del Popocatépetl: la pintura actualizaría así hechos de la percepción y la memoria. Pero del mismo modo se podría afirmar que ninguna referencialidad importa en ella. Con frecuencia un nombre (cráter, por ejemplo) se acompaña de una cifra (Cráter 124), señalando ese número la medida del soporte (un cuadrado de 124 cm. de lado) y terminando en unidades sucesivas de un orden cronológico o serial; y tan significativa resulta esta referencia numérica con la referencia biográfica.

Hablar de la obra de Vicente Rojo requeriría entonces, al mismo tiempo, una afirmación y una negación que al confrontarse dieran cuenta de ese efecto, una suerte de secreto fulgor que la obra emite. Geometría y materia. Textura y rigor formal. Idea e imagen. Y una emoción refractaria o diferida, intensa. Cuadrado inscribe círculo, cúpula, caracol: hay algo casi sacro en esa presencia concentrada y neutra, una especie de fervor que transita la sobriedad así encendida. No plegaria, sino constatación: sustancia o caldeado persistir del ensimismamiento, materia que conforma los cuerpos ideales de la geometría. Materia intensificada: como si cada pieza respondiera a la vieja pregunta: ¿se puede dar una forma a lo que no ha de ser creído más que en el corazón? El sí y el no. Trasladar por la vista, construir aquello que no sólo no trabaja para la vista sino que parece hacerlo contra ella. Imprimiendo tacto, tomando forma de volumen, crear iconos. Hermosos como sumideros y exactos como mandalas, estos cráteres. Rojo hace de ellos una práctica –una meditación– que tiene por objeto la fijeza, y la precisa, enloquecedora variedad de las materias.

Toda experiencia espiritual es una experiencia lumínica: de claridad o ensombrecimiento, de oscuridad o resplandor. ¿Qué luz es ésta? Primero, la renuente de los colores apagados; grises (hasta perla y terciopelo, hasta el tizón), pardos (hasta la sombra verdeante o los ojos del tezontle), ceniza (encendida a menudo en el rescoldo). Pero la luz, también, de la irisación (un lejano esplendor que palpitara –esmaltes–, gemas envejecidas o avivadas por velas). Presencia, pues: sobria y suntuosa y rugosa y pobre; un meditar con la emoción recogida –neutra y propia– del niño que se abstrae contemplando el agua barrosa que gira, densa, en el sumidero de los patios.

¿Pero no era la presencia materia y esplendor de una forma? Si Klee, que conocía bien al Areopagita, dijo que el arte hace visible lo invisible, Vicente Rojo tal vez matizaría: hace sensible lo invisible. Porque si bien el ojo es conducto del grosor y textura, de figura y color, el modo en que todo ello opera no se dirige a la vista sino al tacto y la mente, a cierta intuición perceptiva que ocluye los efectos y espejismos, los engaños y simulacros de la visibilidad. Se convoca, pues, una presencia: y la eficacia de las formas, su proceder reiterativo y analítico, minucioso, la exasperada indagación de lo diferente en lo mismo, querría captar también el suave atemperarse de un padecer o el enardecerse demorado de una idea. Cierta explosión interior traduce sus fulgores en aquietamiento y penumbra. Brasas: conmensurar en el alma las medidas de las cosas, durar. “Es posible que la sombra/ sea un animal que nos protege/ del exceso de luz”, propone el poeta Eielson. O en otro orden, Juan de Herrera al considerar la doblez de lo en apariencia simple: “La mesma natura puso (en el círculo) cosas tales que nos las suele poner en otras, y éstas son muchas contrariedades de las cuales vienen grandes efectos. Porque si el círculo se mueve, vese que el centro está quedo, y la línea circular también se ve que es cóncava y convexa, y las partes que hay entre el centro y la circunferencia vese que unas van veloces y otras tardas.”

Rojo recorre exhaustivo la tensión de las contrariedades y entre no y no –no lo mero geométrico, no lo sólo matérico–, elige el arrebato de pintar la duración. Como en los maestros antiguos (un Malevitch bizantino, un Dubuffet con la mano de Piero): el mundo es del cono, de la esfera, del cuadrado, del círculo (hubo presagios, fuegos, triángulos, pirámides), pero ofrece su textura a la comezón del tiempo.

¿Pintar la temporalidad –ouroboros– es pintar el pensamiento? En los volcanes de Rojo se halla el tacto de la melancolía y la memoria, su rozadura, su natural tenacidad y sus raros abismos: “Una luz redonda y extraña circula alrededor de la tierra”, como dijera quien dejó a modo de señal una sandalia. Y también: “La sangre que rodea al corazón es en los hombres el pensamiento.” Igual que antes entre cielo y tierra viera Vicente Rojo la lluvia, ahora entre lo hondo y lo alto levanta la escala del volcán. El combate es de noche: sopesar contrariedades en el círculo, ver si el ángel cojea. O decir, como Owen en Sindbad el Varado: “el Corazón. Yo lo usaba en los ojos”.


Foto: Heriberto Rodríguez/ archivo La Jornada