Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 19 de junio de 2011 Num: 850

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Gonzalo Rojas revisitado
Juan Manuel Roca

Un café en España con Enzensberger
Lorel Manzano

Juan Rulfo en Cali
Eduardo Cruz

El Guaviare. ¿Dónde concluye y comienza
La vorágine?

José Ángel Leyva

Con los ojos del paisaje
Ricardo Venegas

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Naief Yehya
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Eutanasias

Ida

El viernes 3 de junio de 2011 le practicaron la eutanasia a Ida; aparentemente no había nada más que hacer. Tenía cáncer en el hígado y a sus veinticinco años era una anciana que había rebasado con mucho el promedio de vida de dieciocho años de cualquier oso polar en libertad. Ida nació en cautiverio en Búfalo, Nueva York, y murió en el zoológico de Central Park, donde llegó cuando tenía dos años. Ahí vivió como una especie de celebridad, disfrutó de la atención de millones de visitantes y fue objeto de incontables reportajes, relatos y programas televisivos. Contemplar a Ida y a su compañero Gus, que ahora tiene veinticuatro años, durmiendo o nadando amodorrados en cualquier infernal día de verano, era el recurso favorito de los neoyorquinos para dar sentido y materializar la amenaza de los estragos del calentamiento global. Muchos considerábamos a estos huéspedes involuntarios más como rehenes de un mundo moribundo que como animales exóticos, más cerca de David Bowie en El hombre que cayó a la tierra, de Nicholas Roeg, que de las fieras que cazan focas y retozan en la nieve en los documentales de National Geographic. Obviamente, imaginábamos nostálgicas a estas bestias que no conocieron el Ártico, porque necesitábamos proyectar en ellas nuestra ansiedad, angustia e incertidumbre. Es claro que al perder a su compañera, Gus, a quien sus cuidadores definen como neurótico y “bipolar”, estará más cerca de su propio fin.

El Dr. Muerte

Paradójicamente, al tiempo que los veterinarios le practicaban la eutanasia a Ida, en un hospital de Royal Oaks, Michigan, moría a los ochenta y tres años el doctor Jack Kevorkian, conocido por décadas como el Dr. Muerte.  El patólogo que ayudó a decenas de personas a “bien morir”, el defensor a ultranza del suicidio asistido y la eutanasia, murió sin ayuda el viernes 3 de junio. En 1990 Kevorkian fue condenado a veinticinco años de prisión en una cárcel de máxima seguridad por asesinato en segundo grado, en el caso del último de los casi 130 pacientes que ayudó. Ocho años más tarde fue liberado al prometer que nunca volvería a ayudar a nadie a morir. Kevorkian inventó un simple pero ingenioso sistema que llamó Mercitrón o Thanatrón, un dispositivo que inyectaba un sedante y cloruro de potasio para paralizar sin dolor el corazón, y que el propio paciente podía operar bajo la supervisión de Kevorkian. El doctor de origen armenio se convirtió en un apasionado defensor del concepto de la “muerte con dignidad” y en una celebridad de los medios que obligó a una nación puritana y fundamentalista a considerar la posibilidad de ofrecer al moribundo el poder de determinar el momento de su muerte. A Kevorkian no le interesaban los beneficios económicos; vivía modestamente pero adoraba la fama. En 1993 perdió su licencia de medicina y dos años más tarde la Asociación Médica Americana lo llamó “un despiadado instrumento mortal” y una “seria amenaza pública”. Al ser ingresado al hospital por deficiencias pulmonares y renales, Kevorkian estaba demasiado débil como para ayudarse a sí mismo a morir, por lo que se vio obligado a agonizar en un tormento que quiso evitar a otros. Los padres de Kevorkian encontraron asilo en eu cuando escapaban del genocidio armenio. Esa masacre turca marcó para siempre la conciencia del Dr. Muerte.

Y hablando de genocidios

El 12 de julio de 1995, Ratko Mladic apareció en un video de la televisión serbio-bosnia hablando a la población de Srebrenica, la ciudad que la onu había señalado como  “zona segura” para los musulmanes. La ciudad había caído ante las tropas serbio-bosnias del general Mladic, pero éste, en un gesto magnánimo, prometió que todos serían evacuados y que no había nada que temer, repartió dulces y le acarició el rostro a un niño. Al poco tiempo que ese video dio la vuelta al mundo, comenzó el genocidio que cobró alrededor de 8 mil vidas de hombres y niños. Mladic conformaba, con el ex presidente serbio, Slobodan Milosevic (quien murió preso), y el político, poeta y siquiatra bosnio serbio, Radovan Karadzic (quien se encuentra preso), la trinidad genocida que llevó a Bosnia a la catástrofe. El 3 de junio Mladic enfrentó al tribunal internacional de la Haya y negó todos los cargos en su contra. Paralizado del brazo derecho por un infarto cerebral y, según él mismo, seriamente enfermo, Mladic se negó a declararse culpable o inocente. Uno se pregunta si sería apropiada una eutanasia para el carnicero de Bosnia, si sería humano darle el privilegio de acabar con su vida en vez de imponerle la cadena perpetua que seguramente recibirá. ¿Sería ese tratamiento comparable a la eutanasia que la brigada de infantes de Marina le ofreció a Osama bin Laden; a la eutanasia por misiles que llueve diariamente en Afganistán y Pakistán; a la eutanasia de la pobre Ida?