Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 3 de julio de 2011 Num: 852

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

La cultura crítica y la izquierda
Jaimeduardo García
entrevista con Tony Wood

Breve repaso de lo bailado
Carlos Martín Briceño

Fragmentos de mi autobiografía
Mark Twain

Mis experiencias con los doctores
Mark Twain

Twain, el humorista de hierro
Ricardo Guzmán Wolffer

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Ilustración de Evelyn Spalding

Breve repaso
de lo bailado

Carlos Martín Briceño

Dice Norman Mailer que los tipos duros no bailan. Quizá no he de serlo tanto, porque desde que tengo uso de razón, recuerdo haber tenido debilidad por mover el cuerpo al compás de la música.

Cuenta mi madre que, de recién nacido, nada más escuchar los chachachás en la consola, movía mis piecitos como si tuviera cosquillas. Lo mismo me sucedía con las cumbias que sintonizaba la niñera en su radio portátil. Ya en el jardín de niños, las profesoras, por mi “gracia natural” para aprenderme las coreografías, solían elegirme como el personaje principal de las verbenas. Era cosa nomás de poner la música y yo, para beneplácito del cuerpo docente, le agarraba al ritmo con la maestría de un Fred Astaire, o mejor dicho, de una Shirley Temple. Recuerdo en especial una coreografía basada en “Almendrita”, el cuento de Hans Christian Andersen, aquel de la niña diminuta que se la pasa escogiendo marido entre los animales del bosque. Pero no se crea que yo hice el papel del príncipe de las flores, el afortunado con el que se desposa la caprichosita. Bueno fuera. Tampoco fui Almendrita. Me asignaron el papel del sapo, “un animal que horrorizaba con su voz y aspecto a la pequeña”, lo describía don Hans Christian. No obstante la discriminación, cuando comenzaron los acordes del mambo número 5 que anunciaba la aparición del batracio, el sapo se transmutó en príncipe, del baile, a tal grado que opacó al reyecito de las flores, cuya actuación se limitó a dar vueltas, al compás de Strauss, con la voluble Almendrita entre los brazos.

Lo anterior sirvió para confirmar mi fama de buen danzante. Durante toda la primaria no hubo festival de fin de cursos o posada navideña en la que no fuera tomado en cuenta. Polkas, chotís, mazurcas, rumbas, rock and roll y hasta kasachó tuve que aprender para solaz de mis queridas misses, quienes ya ni siquiera se tomaban la molestia de hacer casting para elegir a otro en el papel principal.

El que no estaba a gusto era mi padre. Temía que, de tanto meneo, su retoño acabara perdiéndose, o perdido, entre algunos cuerpos de ballet. Y papá, que nunca oyó hablar de Norman Mailer, tomó la decisión de cortar de tajo mis aptitudes. Llamó a mi madre y le dijo que me inscribiera al equipo de futbol. Fue lo peor que pudo haberme pasado. Allí aprendí lo que es amar a Dios en tierra ajena. Jamás acerté siquiera a rozar la pelota con aquellos aparatosos “tacos”, tan distintos de las babuchas a las que mis pies estaban acostumbrados. Y de encima, nadie me quería en su equipo. Total que acabé por hacer al tonto y al cabo, sin que papá se enterara, me uní a nuevos amigos de no-jugar al futbol y cambié pelota por soga y elástico, implementos que para su dominio requieren menos nervio, aunque más destreza y agilidad, que para el esférico.

Pero como lo que bien se aprende nunca se olvida, al llegar a la adolescencia volví a las andadas. Fue Travolta, con su Fiebre de sábado por la noche, el que rescató de su letargo mi vocación interrumpida. El filme, de ridícula clasificación c, logré verlo gracias a la complicidad del hombre recogeboletos del cine Mérida, quien me dejó pasar al segundo piso, allí donde los inspectores nunca subían y sucedían escenas más candentes que las de la pantalla.

Entonces me fue revelada la capacidad seductora del baile. ¿Cómo olvidar esa escena en la que John es vitoreado por las mujeres mientras se contonea sobre el piso iluminado de la discoteca? Si Travolta, pensé, en virtud del movimiento de sus caderas es capaz de llevarse a la cama a la que se le antoje, debía imitarlo.

Pero nadie me advirtió que las mujeres no son como los albatros, esas aves cuyas hembras caen rendidas ante el macho que ejecute la danza más elaborada, sino como las pájaras glorieta, que prefieren aparearse con el macho que les construya la galería de ramas más grande.

Lo cierto es que, a pesar de no tener la pinta de Travolta, mi habilidad me convirtió en un tipo popular entre cierto sector femenino de la secundaria. Pian pianito comencé a obtener ventajas. Gordas, patizambas y hasta una que otra renca, se aprovecharon de mis servicios. Pagados, por supuesto. ¿De qué otra forma hubieran podido ellas contar con un chambelán experto bailarín en sus fiestas de 15 años?

Así las cosas llegué a la preparatoria. Y allí las reglas cambiaron. A nadie impresionaba ya con mis virtudes dancísticas.

“Las mujeres son animales difíciles. Hay que trabajarlas, invitarlas a buenos sitios, olvídate de Travolta y sus joterías”, solía decir un amigo. Y juro que, a pesar de que lo intenté, jamás entendí las reglas de su juego amoroso. Preferí refugiarme en el cine, la literatura y en El Tucho, una cantina con pista de duela, orquesta en vivo y meseros de filipina donde solían presentarse revistas musicales importadas de Cuba, y en cuyo escenario llegaron a alternar hasta una veintena de bailarinas de todos los tamaños, sabores y colores. Fue allí donde me hice adicto a mulatas, mojitos y ritmos afroantillanos. Así, entre pasmos y espasmos, transcurrió mi juventud. Todo terminó cuando un grupo de señoras de la high society envió una carta al cónsul de Cuba para exigirle que cancelara las visas de las “licenciosas bailarinas” causantes de “numerosos rompimientos familiares”.

–Que las yucatecas aprendan a menear el culo fue– la respuesta del comandante Fidel, a quien llegó también copia de la misiva.

Pero de todo esto hace ya un buen tiempo. Ahora que mi padre es mayor, sobrepaso los cuarenta y ni siquiera los pilates me han servido para recobrar la agilidad, he terminado por comprender que Mailer no mentía: hay que tener cierta sensibilidad para gozar del baile y olvidarse del temor a perder la compostura. Después de todo, demasiado corta es la vida como para tomársela tan en serio.