Opinión
Ver día anteriorDomingo 29 de septiembre de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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En mi país
A

ntonio Carlos Jobim, compositor inigualable, creador de la bossa nova y de un sinfín de maravillas, se refería con dolor a nuestro país. Decía el maestro soberano: Brasil no es para principiantes.

Más allá de las contradicciones eternas, de los desfiladeros de impunidad, de la que todavía es una de las más desiguales distribuciones de renta del planeta, más allá de la ignominia de los abandonados, lo que asombra e indigna es ver cómo se repiten absurdas barbaridades, como si fuesen resultados inmutables de un destino desvariado.

Es verdad: mi país no es para principiantes. Ver lo que pasa exige alma de acero y una fe imposible en el improbable futuro.

De los países emergentes, Brasil es el segundo que más invierte en el exterior. Petrobras tiene la más desarrollada tecnología de punta del mundo para producir petróleo en aguas profundas. Brasil es el cuarto mayor fabricante de aviones y el quinto mercado automovilístico. Es el quinto mayor mercado de telefonía móvil y el sexto usuario mundial de Internet. La votación electrónica existe desde hace más de 15 años. La banca tiene una de las tecnologías más desarrolladas del planeta; los correos son rápidos, eficaces y confiables. La telefonía funciona, y Brasil es el mayor exportador de carne vacuna, azúcar y soya.

Ese es el Brasil blanco, habitado por una minoría –uno por ciento de los brasileños acapara 20 por ciento de la renta que el país produce– que puede disfrutar de sus bondades.

Pero está también el Brasil que colecciona historias bárbaras de la degradación del ser humano, y resulta difícil ver luz alguna al final de ese largo túnel de horrores.

Por ejemplo: 52.6 por ciento de los menores de 18 años detenidos en Río de Janeiro por cometer crímenes murieron o reincidieron en la criminalidad luego de recuperar la libertad. Atención: esa estadística se refiere solamente a los que son recapturados cometiendo delitos o cuyas muertes fueron registradas. Muchos más siguieron en la violencia antes de alcanzar la mayoridad legal sin ser presos, o fueron muertos sin contabilizar. A cada año, y solamente en Río de Janeiro, hay más de ocho mil crímenes –del secuestro al tráfico de drogas, de asaltos a asesinatos– cometidos por menores de edad.

La violencia urbana es real, y no hay solución a la vista. En Río, la policía militar tiene el increíble balance de cinco muertes por cada 11 intervenciones: en casi la mitad de sus acciones, alguien es muerto. El dato se repite por el mapa nacional; una comparación somera muestra que la brasileña es la policía que más mata en el mundo. Más que la de Sudáfrica, más que la de Turquía.

Muchas mujeres son muertas todos los años en mi país. Hay, desde 2006, una ley extremamente rigurosa para penalizar agresiones contra mujeres, especialmente en el ámbito doméstico. En 2001, antes de la ley, el porcentaje era de 5.41 mujeres asesinadas por cada 100 mil. En 2011, cinco años después de vigencia de la ley y con el último dato consolidado, la proporción aumentó a 5.43. Un aumento mínimo, es verdad, pero que deja claro que la violencia ignora la ley. El año pasado, a cada hora siete mujeres sufrieron golpizas. Fueron 58 mil casos a lo largo del año, o 159 al día.

Eso, atención, solamente en el estado de Río de Janeiro, el segundo más rico y desarrollado de mi país. En 52 por ciento de los casos los agresores fueron maridos, compañeros o ex maridos y ex compañeros.

Y conocidos –o ex compañeros, ex maridos, padrastos, familiares– fueron responsables por la mitad de los casos de estupro. Que, a propósito, solamente en Río sumaron el año pasado 4 mil 993 casos registrados. Es decir, cada dos horas alguna mujer fue violentada sexualmente. De ese total, 30 por ciento se refiere a niñas de entre 10 y 14 años.

Vale reiterar: esos datos se refieren a quien sufrió estupro y recurrió a la policía o a algún hospital. Nadie tiene el cálculo de cuántos estupros ocurrieron en realidad.

En las favelas de Río, donde vive alrededor de un millón 800 mil personas, 68 por ciento de los niños y niñas sufren golpizas en sus casas. Cuanto más pobre la favela, más son los casos de agresión violenta a niños a partir de dos años de edad.

Es fácil imaginar el escenario del resto del país, en los bolsones de miseria del norte y del noreste, donde el abandono es tan presente como el sol de cada día.

En mi país de 200 millones de habitantes, la mitad de los domicilios no recibe agua tratada ni cuenta con desagüe, pero 71 por ciento de las casas brasileñas tiene televisión, y hay casi dos celulares por habitante.

También así es mi país, el que el año que viene recibe un Mundial de futbol y, en 2016, los Juegos Olímpicos, en Río.

Ese es el país que, como decía el maestro soberano: definitivamente no es para principiantes.

Fernando Henrique Cardoso, primero, y después, con énfasis mucho mayor, Lula da Silva y ahora Dilma, hicieron (y hacen) esfuerzos olímpicos para cambiar ese escenario brutal. Mucho se avanzó, es verdad, pero Brasil sigue doliendo, sigue siendo una herida abierta.