Opinión
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La Muestra

Hagen y yo

F

rankenstein, reloaded. Luego de proponer en su largometraje anterior, Dulce hijo (Tender son: the Frankenstein Project, 2010), la alegoría de un joven de apariencia apacible, orillado a cometer un crimen monstruoso, el realizador húnga- ro Kornél Mundruczó (Johanna, 2005; Delta, 2008) ofrece en Hagen y yo (White God, 2014) una sorprendente variación del mismo tema centrándose ahora en una mascota canina, de apariencia apacible, convertida en animal callejero y entrenada para cometer actos de violencia extrema que se revierten, ya en jauría organizada, contra el propio entrenador inescrupuloso.

En esta nueva parábola, no se trata ya de un científico ambicioso abriendo por inconciencia la caja de Pandora de calamidades incontrolables, sino de la prepotencia de un ser humano convencido de su pretendida superioridad sobre los animales, que transforma a perros inofensivos, mediante drogas y torturas, en sanguinarias bestias de pelea para un propósito de lucro.

Una ley absurda que impone fuertes impuestos en Hungría a los dueños de canes de razas cruzadas, obliga a muchos de ellos a deshacerse de sus mascotas, propiciando así un mercado de explotación de perros abandonados. El clima de caos urbano que luego provoca una rebelión canina, que no hace ya distinción alguna entre seres buenos y malvados o entre adultos y niños, es también, simbólicamente, el delirio apocalíptico al final de un callejón de agravios racistas que exacerban las pasiones y polarizan a la sociedad.

Lili (estupenda Sófia Psotta), una joven de 13 años, busca sin descanso a Hagen, su perro mascota labrador, al que su padre ha decidido abandonar en la calle. El aparente drama doméstico (insensibilidad paterna, desilusión y sufrimientos infantiles, heroicidad canina con feliz desenlace de rencuentros afectivos), se vuelve una áspera parábola sobre la discriminación y maltrato a las minorías (étnicas, sociales) y también una señal de alerta sobre posibles respuestas revanchistas.

La primera secuencia de la película, con la joven Lili perseguida o tal vez sólo seguida por una jauría incontrolable, anuncia una catástrofe inminente. Ese breve momento de ambigüedad y confusión plantea de entrada que no estamos frente a un inofensivo cuento infantil, sino a un drama social y a un relato de horror alejado de tremendismos a lo Cujo (Lewis Teague, 1983), según la novela homónima de Stephen King. No presenciamos tampoco una simulación con efectos especiales, sino la paciente labor de entrenadores profesionales que sincronizan ágiles coreografías caninas y delicados comportamientos animales de modo portentoso. Una dura parábola social con seres humanos en roles finalmente secundarios, uno de los trabajos más vigorosos del siempre imprevisible realizador húngaro.

Se exhibe en la sala 1 de la Cineteca Nacional. 12 y 17.30 horas.

Twitter: @Carlos.Bonfil1