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Reciben ayuda terapéutica para olvidar la emboscada al autobús en el que viajaban

Los Avispones aún no se reponen de la embestida en Ayotzinapa

Miguel Ríos recibió cinco balazos; no temió por su vida, sino a ver truncadas sus aspiraciones de ser profesional

La familia del fallecido Zurdito no recibió la compensación prometida por autoridades y FMF

Enviado
Periódico La Jornada
Sábado 23 de mayo de 2015, p. 9

Chilpancingo, Gro.

Miguel Ríos se desangraba a la orilla de la carretera. Tenía cinco balazos en el cuerpo, pero sólo recordaba el primero, que sintió como un golpecito en el codo.

Rondaba la medianoche y estaba recostado sobre la hierba en un tramo oscuro a pocos kilómetros de Iguala, donde se abre la desviación rumbo al municipio de Santa Teresa. Estaba débil. Apenas con fuerzas para mantenerse despierto por intervalos.

Era 26 de septiembre de 2014, la misma noche en que Iguala se incendió en una cacería de policías municipales y sicarios que perseguían a estudiantes de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa. Esa noche desaparecieron 43 estudiantes de los que aún no se tiene certeza de su paradero.

Ríos viajaba de regreso a casa con el equipo de tercera división Avispones de Chilpancingo, integrado por futbolistas con edades entre 14 y 18 años. Venían del partido inaugural del torneo ante Iguala, al que habían vencido 3-1. Habían dejado la ciudad de Iguala 10 minutos antes. Eran casi las 11:30 de una noche que amenazaba con lluvia.

Al llegar a la desviación a Santa Teresa el camión fue emboscado por un comando de hombres armados que se confundían en la oscuridad. La primera ráfaga descarriló al vehículo y lo envió a un pequeño barranco junto a la carretera. Los tripulantes se lanzaron al pasillo y entre los asientos para cubrirse mientras las balas atravesaban la lámina con un sonido seco, como si granizara.

El ataque, sólo unos minutos

Adentro todo estaba oscuro y en silencio. Sin gritos ni súplicas, como si el miedo los hubiera enmudecido. Nadie del equipo pudo precisar cuántas ráfagas les dispararon. Sólo recordarían que el ataque duró apenas unos pocos minutos.

Era como si unas cosas sucedieran muy rápido y otras muy lento. Cuando disparaban todo parecía acelerado, pero a la vez sentía que el tiempo se hacía eterno, comentó meses después Miguel, un defensa central de 18 años.

Los atacantes intentaron subir al autobús, pero no pudieron abrir la puerta; al desbarrancarse había quedado atorada. Sólo alcanzaron a ver a dos que trataron de entrar, pero en la densa oscuridad de aquel paraje no pudieron identificarlos.

Como no lograron destrabar el acceso al camión, dispararon otra vez. Alguien grito desde dentro que no lo hicieran, que eran un equipo de futbol. Afuera se escucharon algunas carcajadas. Luego todo quedó en silencio. Los tripulantes esperaron unos minutos para cerciorarse de que ya no estaban los hombres armados.

Entonces rompieron los vidrios de las ventanillas y saltaron hacia fuera. Algunos huyeron para perderse entre los sembradíos de maíz que crecían junto a la carretera. Los heridos de gravedad sólo se recostaron en la hierba a esperar ayuda.

De los 26 integrantes de los Avispones que viajaban esa noche, 12 fueron heridos en distinto grado. El chofer Víctor Manuel Lugo Ortiz, de 50 años de edad, murió horas después en un hospital de Iguala. El jugador David Josué García Evangelista, el Zurdito, de 15, murió dentro del autobús.

Según las versiones oficiales y las de algunos sobrevivientes, los atacantes los habían confundido con estudiantes de la normal de Ayotzinapa.

Ríos también saltó desde una ventanilla para huir hacia el monte. No sabía que estaba grave, pero al caer fuera del autobús sintió un tirón en el estómago. Esa punzada le hizo entender que las cosas estaban mal. Trató de correr para esconderse, pero no pudo. Sólo caminó unos metros y se derrumbó sobre la hierba.

No había sentido nada hasta ese momento y las piernas empezaron a dolerme, recordó el jugador. En ese breve instante sintió miedo. No a la muerte, aseguraría después, sino a que sus aspiraciones de convertirse en jugador profesional se acabarían esa noche con los balazos que recibió en las piernas.

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Miguel Ríos fue admitido en la Universidad del Futbol del equipo Pachuca y sueña con llegar al primer circuitoFoto Camilo Olarte

Tenía una bala en el codo derecho, dos en el abdomen, una en la pantorrilla izquierda y otra en el muslo derecho. Algunos de sus compañeros intentaron detener el sangrado e improvisaron unos torniquetes con las medias con las que había jugado horas antes. Él todavía pudo llamar a sus padres para que fueran a rescatarlo.

Casi una hora después del ataque sus progenitores llegaron a aquel paraje y lo llevaron al hospital más cercano en Iguala, que a esa hora ya estaba en caos.

El padre del jugador manejó a toda velocidad su camioneta bajo una lluvia que se desató con furia. Al llegar a la entrada de la ciudad un retén policiaco impedía el paso de los vehículos.

A pesar de que les informaron que llevaban a un futbolista adolescente malherido, les apuntaron con sus armas. La urgencia se sobrepuso al miedo y el padre de Ríos apretó el acelerador sin importarle la prohibición.

Tres hospitales lo rechazaron

En Iguala tres hospitales rechazaron atenderlo –algunos con el argumento de que no recibían heridos de bala–. El último al que acudieron les abrió las puertas luego de las súplicas de la madre del jugador.

Me aceptaron, pero no quisieron bajarme en la calle porque ya estaba muy feo el ambiente por las balaceras. A esa hora no había especialista, porque al que llamaron no quiso salir de su casa por la situación en la ciudad y fue un traumatólogo el que me estabilizó, recordó.

Esa madrugada le sacaron dos balas del abdomen. Las demás se las extrajeron unos días después en un par de cirugías en un hospital de Chilpancingo.

Miguel relató aquella noche del ataque después de un entrenamiento con los Avispones en el Polideportivo de Chilpancingo, cancha donde juegan de locales.

Era una tarde soleada de diciembre de 2014 y los jóvenes jugadores aún recordaban con expresiones contradictorias aquella pesadilla. Había en ellos una tristeza inocultable por la muerte del Zurdito y del chofer del autobús, pero al mismo tiempo eludían el trauma jugándose bromas empapadas del humor más negro de su repertorio.

De nosotros sólo hablaron los primeros días, dijo Ríos aquella tarde de diciembre.

En octubre –lo había visto Miguel–, apenas una semana después del ataque, la liga de primera división había homenajeado al Zurdito con un minuto de silencio antes de los partidos.

Sin embargo, también tenía presente que nadie había gastado una palabra por el conductor del autobús, Víctor Manuel Lugo. Sabía que el clamor de todo un país que exigía la aparición de los 43 estudiantes normalistas los mandó al olvido: No repararon en que esa noche también nos atacaron a los Avispones.

El equipo nunca fue mencionado en las manifestaciones, incluso cuando la Procuraduría General de la República dio su versión en enero de 2015, a la que llamó la verdad histórica, sólo se aludió en un video a los Avispones durante 30 segundos.

Los jugadores han trabajado con ayuda terapéutica para olvidar lo que ocurrió en aquel paraje, donde sólo quedan cruces de granito como memoria del asesinato del Zurdito y del chofer Lugo.

La familia del jugador asesinado no recibió la compensación que le habían prometido, ni de autoridades ni de la Federación Mexicana de Futbol. A la del chofer, la compañía Castro Tours le dio 30 mil pesos por 10 años de trabajo y Miguel Ríos fue admitido en febrero de 2015 en la Universidad del Futbol en el club Pachuca.

Su objetivo es convertirse en jugador de primera división, pero aún no recupera por completo la movilidad de los dedos de la mano derecha. Pese a todo, los Avispones avanzaron a la liguilla de la tercera división, aunque fueron eliminados hace un par de semanas. Aun así, se reconocen como un equipo ejemplar que supo reponerse en un torneo que no olvidarán jamás.