Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 25 de octubre de 2015 Num: 1077

Portada

Presentación

El bautizo de un libro
Leandro Arellano

Aquellos ojos brujos
Esther Andradi entrevista
con Cornelia Naumann

El Che: la perduración
del mito

Marco Antonio Campos

Las posibilidades
de la mirada

Gustavo Ogarrio

Rogelio Cuéllar y el rostro de las letras
Francisco Noriega

Los diarios
José María Espinasa

Leer

ARTE y PENSAMIENTO:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
Ricardo Yáñez
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
Ricardo Guzmán Wolfer
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Francisco Torres Córdova
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El recado

A Hugo Gutiérrez Vega in memoriam siempre

La última palabra resonó en el aire. Luego una pausa cimera de silencio y se apagaron las luces. De la otra oscuridad se desprendió de pronto el tumulto de las voces de entusiasmo, los aplausos y las risas. Se encendieron las luces y aparecieron los actores y actrices en fila frente al público, sonrientes, sudorosos y a la orilla ya de sus atuendos de carácter. Vinieron los saludos, las caravanas y las flores, y se derramó por todos lados la tensión del escenario, la trémula verdad que el teatro deja suspendida en la conciencia y el espacio. El tiempo de afuera, el que siempre ronda y se agazapa detrás de bambalinas, el que abre las puertas laterales de salida y desconcierta la penumbra, fue bajando sus telones, rehaciendo sus horarios y anulando sus permisos. Despacio, reticentes y ruidosos, los actores se fueron a sus camerinos y el escenario de esa noche al fin quedó en silencio, quieto y solo. Y quieto y solo, maquillado aún y con vestuario, un actor se miraba ante las luces de su espejo. Su personaje aún latía su propio corazón y en ese umbral de aliento el actor lo dejaba ser y lo pensaba, con un gozo de criatura sorprendida y un sutil dolor de hombre ya maduro. Desde ahí hizo una última pose y un gesto más, uno grande y elocuente, adrede burlesco y desmedido. Luego sonrió satisfecho y resignado. Tenía ese humor y esa inteligencia; esa íntima ironía de saberse tantos y apenas sólo uno. “Los mil cuerpos del viento y uno del hombre”, se dijo con un recuerdo que habría de tener años después de un poeta querido y admirado en el Egeo. Empezó a quitarse el maquillaje. Poco a poco ante el espejo su rostro aparecía de nuevo, el abierto y generoso de un señor que se sabía encandilado por los días que eran, fueron y serían su vocación natural a la voz y la justicia de las gentes y las cosas, con su amistad confiada y alegre, su múltiple escritura de plena y rigurosa transparencia, y su sabia y amplísima memoria; dueño de dos trajes, diez pañuelos y una casa viva que de vez en cuando se ponía en desorden y se echaba a los caminos, los que así lo habían llevado a varias lenguas y siempre con fortuna también lo habían devuelto al silencio fértil del principio. Se detuvo a mirar su rostro a medias maquillado, el torpe relieve de las prendas lejos de la escena, la media noche en la pequeña habitación y un cansancio que le subía por las manos a los ojos. Sabía que no era la primera vez, pero también que así sería la última. Terminó de quitarse el maquillaje y se cambió la ropa. Antes de salir, del bolsillo interno de su gabán sacó un sobre blanco y lo dejó junto al espejo. Como cualquier otro, el momento fue propicio desde entonces para dejarnos el calor de su recado: “Esta carta aparece al lado del espejo./ Se reflejan los símbolos usuales/ y una guirnalda rota/ se enrosca en las paredes. / ‘No soy el primer hombre que va a morir’,/ y sin embargo sobrecoge/ este fracaso natural./ Hay que cubrir el papel/ con la dignidad de un cómico viejo,/ hacer el mutis sin aspavientos/ para no robarnos la escena;/ pedir que no nos sobrevenga/ el sentimiento de dejar huérfano al mundo;/ evitar las declaraciones finales,/ los testamentos sacros,/ la efusión de la moralina/ y la escena de ‘la muerte del justo’./ Irse como todos los seres humildes/ y pequeños de la naturaleza:/ los perros callejeros,/ las flores silvestres/ y los elegantes paquidermos/ que se ocultan en el bosque./ Tal vez una mueca ante el dolor;/ todo debe recordar al cine mudo/ y homenajear en silencio/ a Buster Keaton.” (“El juicio”, xx, Meridiano 8-0, Hugo Gutiérrez Vega.)